Las relaciones de los movimientos feministas con lo que vamos
a llamar en un sentido genérico "la izquierda"
han sido tormentosas, paradójicas y ambivalentes. Podemos
convenir, como se hace en la conferencia de Michael Löwie
y Frei Betto, en que el punto de referencia de los movimientos
emancipatorios de la historia moderna lo constituyen los tres
lemas de la Revolución Francesa: libertad, igualdad y fraternidad.
Ciertamente, en lo que tales lemas expresan vienen a condensarse
los valores fundamentales de la tradición ilustrada. Y,
como difícilmente podría ser de otro modo -lo hemos
puesto de manifiesto las investigadoras españolas e iberoamericanas
reunidas en torno al Seminario Permanente "Feminismo e Ilustración"-
de savia ilustrada se nutrió el feminismo desde sus inicios.
En mi libro Tiempo de feminismo. Sobre feminismo, proyecto ilustrado
y post-modernidad he tratado de reconstruir la génesis
del pensamiento feminista europeo al hilo de la formulación
de "vindicaciones", género emergente y típicamente
ilustrado que cabe contrastar con los "memoriales de agravios",
género preilustrado en el que las mujeres expresaban sus
quejas por los abusos del poder patriarcal. John Stuart Mill ya
advirtió de que los oprimidos, a lo largo de la historia,
denuncian en primer lugar los abusos de los poderosos, y sólo
más tarde ponen en cuestión las bases mismas de
legitimación de un determinado poder. La advertencia del
autor de La sujeción de la mujer se aplica muy particularmente
al feminismo: existe una abundante literatura pre-ilustrada, de
la que sería una buena muestra La cité des dammes,
obra escrita en el siglo XIV por Christine de Pizan, donde ala
autora responde a las denostaciones de que hace objeto al colectivo
de las mujeres el profesor de la Sorbona Jean de Meun. Sin embargo,
Christine de Pizan, prendida en una lógica estamental según
la cual la Divinidad desea ser servida de forma diferente por
los distintos estamentos, no reivindica igualdad para las mujeres
en el acceso a la educación ni a los cargos. Su obra se
inscribe de este modo en lo que hemos llamado "memoriales
de agravios". Las vindicaciones solamente se articularán
cuando estén disponibles -y ello no ocurre antes del cartesianismo
y la Ilustración- una serie de abstracciones tales que,
por sus virtualidades universalizadoras, producen la quiebra de
las jerarquías estamentales del Antiguo Régimen.
Emergen de este modo abstracciones tales como sujeto, individuo,
ciudadano, etc... Se trata de abstracciones que son formuladas
en términos universalizadores y se las aplica, no obstante,
de forma restrictiva, provocando de este modo que los colectivos
no incluidos en el ámbito de su extensión formulan
su malestar, no ya en términos de quejas, sino de discriminación.
La autora de La ciudad de las damas no habla de discriminación
para referirse al trato que recibe el colectivo de las féminas
por parte de Jean de Meun. Y no lo hace por la misma razón
por la que un paria no puede sentirse discriminado con respecto
a un brahmán. La lógica del sistema de castas, así
como la estamental se basan en privilegios vinculados al nacimiento,
y no en derechos universales o, al menos, universalizables. Sólo
donde impera un sistema de derechos se establecen las parámetros
conmensurables en base a los cuales puede hablarse con sentido
de discriminación.
Sin embargo, nos equivocaríamos si pensáramos que
el feminismo se gestó sin más aplicando a las mujeres
los principios ilustrados, como si se tratara de Minerva saliendo
toda armada de la cabeza de Júpiter. Más bien, el
feminismo avant la lettre emergió mediante un laborioso
proceso de significación del lenguaje de los ilustrados
y los revolucionarios. Podemos reconstruir, al menos en parte,
ese proceso analizando los llamado Cahiers des doléances.
Se trata de documentos escritos por los diversos estamentos -clero,
nobleza y pueblo llano o Tercer Estado- para expresar sus quejas
y sus reivindicaciones en los Estados Generales convocados por
Luis XVI. También las mujeres quisieron dejarse oír
y generaron su propia literatura. Pero los escritos que las mujeres
confiaron a los representantes destinados a los Estados Generales
en su mayoría se perdieron y fueron a parar a los sécretaires
de tan ilustres mandatarios. Pero algunos han podido ser recuperados.
La celebración del bicentenario de la Revolución
Francesa propició una ocasión excelente para sacar
a la luz estos textos, que se recogen en las Actas del Coloquio
sobre las mujeres y la Revolución Francesa celebrado en
la Universidad de Toulouse le Mirail. En España han sido
editados por Alicia Puleo en la antología de textos que
lleva por título La Ilustración olvidada. La polémica
de los sexos en el siglo XVIII. Hasta qué punto fue tensa
y crispada tal polémica se pone de manifiesto en el hecho
de que hayan aparecido, junto con los auténticos, textos
considerados apócrifos por la crítica (tanto textual
como del contexto). Estos últimos textos parodiaban los
auténticos con objeto de ridiculizar las quejas y reivindicaciones
planteadas por las mujeres. (Hablamos aquí de quejas y
vindicaciones en el sentido preciso en el que hemos distinguido
los "memoriales de agravios" de las vindicaciones propiamente
dichas: en los Cahiers de doléances de autoría femenina
se encuentran a menudo mezcladas las dos formas de expresión
del profundo malestar de las mujeres.)
Pues bien, este precioso material nos brinda la posibilidad de
hacer una reconstrucción tentativa del laborioso proceso
de resignificación por parte de las mujeres de los términos
que los revolucionarios usaban para referirse al Ancien Régime.
Tales términos, como "derecho divino", "aristócratas",
"privilegios", etc. adquirieron una fuerte carga denostativa
a lo largo del proceso revolucionario. Las mujeres se apropiarán
de estos términos para interpelar a los revolucionarios
mismos en tanto que maridos, compañeros, etc. Al hacerlo
así, consciente o inconscientemente apuntaban a irracionalizar
las bases del sistema patriarcal mismo: llamarán a los
varones, que se comportan como "el sexo privilegiado",
"aristócratas de sus hogares". Aplicarán,
pues, las connotaciones denostativas de tales términos
a nuevos referentes, no previstos para nada en el universo del
discurso de origen. Pero, en la medida en que el nuevo lenguaje
revolucionario se forjaba para deslegitimar a l´Ancien Régime,
su resignificación por las mujeres adquiría el sentido
de irracionalizar el propio dominio masculino.
También, por medio de la resignificación, las mujeres
se designan a sí mismas. Podemos apreciar lo que esto implica
si tenemos en cuenta que Simone de Beauvoir se refirió
a "la mujer" como una heterodesignación, es decir,
como un producto del discurso de los varones que normativiza la
feminidad, determina que las mujeres son y deben ser. Pues bien,
en un texto perteneciente a los Cahiers de doléances su
autora, que firma como "la pauvre Javotte" se refiere
a "nosostras" -poniendo así de manifiesto la
nueva conciencia emergente de las féminas como colectivo-
como " el Tercer Estado dentro del Tercer Estado". Se
trata de un caso pregnante del poder de interpelación que
tiene el desplazamiento de la lógica antiestamental - el
Tercer Estado no se estabiliza como estamento sino que representa
la disolución misma de la lógica que imperaba en
el sistema aristocrático de estamentos- a la lógica
antipatriarcal. Pues la exclusión de las mujeres de la
ciudadanía emergente era percibida por al menos algunas
de ellas como el colmo de lo paradójico: por marginarnos
del ámbito del emergente espacio público, vienen
a decir, vosotros, hombres revolucionarios, restauráis
la -¡tan denostada¡- lógica estamental de los
privilegios al instituir la jerarquización entre "dos
estados llanos": el que representáis vosotros y el
que nos adjudicáis a nosotras. (Quizás sea el momento
de recordar aquí que la filósofa española
Cristina Molina define el patriarcado como el poder de adjudicar
espacios... Ya también nos viene a la mente que Elizabeth
Cady Stanton, una de las líderes más importantes
del movimiento sufragista norteamericano, increpaba así
a quienes negaban a las mujeres el derecho al sufragio: "Vosotros,
hombres liberales, tratáis a vuestras mujeres como si fuerais
barones feudales".)
Las mujeres, pues, eran heterodesignadas como "el bello
sexo", es decir, en clave estético-sexual. Como lo
dice Simone de Beauvoir, la mujer es sexo para el hombre, luego,
en la medida en que sólo él se pone en posición
de suejto, es sexo en sí misma. El efecto que aquí
opera las resignificación del lenguaje revolucionario -
"somos el Tercer Estado dentro del Tercer Estado"- es
dar el paso de la heterodesignación a la autodesignación
en el movimiento mismo por el que se transita desde el código
estético-sexual al lenguaje político. Las mujeres,
por esta maniobra lingüística, se autoconstituyen
en colectivo politizado y político y vuelven posible el
pensarse como tales. El tránsito de la heterodesignación
a la autodesignación sólo se puede llevar a cabo
transponiendo en clave política una autorreferencia que
hasta entonces mimetizaba la propia heterodesignación:
por poner un ejemplo, otro de los escritos de la época
comenzaba así: "A mi sexo. Y nosotras también
somos ciudadanas..."
La polémica acerca de la ciudadanía de las mujeres
en la Revolución Francesa pone de manifiesto que la relación
del feminismo con la izquierda no ha sido nunca de armonía
preestablecida (con la derecha, por supuesto, la relación
ha sido y será siempre irreductiblemente conflictiva).
La idea de ciudadanía surge como una abstracción
polémica con respecto a la sociedad estamental: se trata,
precisamente, de no considerar pertinente,a efectos de ser considerado
como sujeto de derechos, la pertenencia a un determinado estamento
de la sociedad, de esa misma sociedad estamental a la que se trata
de deslegitimar. Pues bien, las mujeres y sus defensores (por
ejemplo, Condorcet) razonan de un modo tal que podríamos
reconstruir así: Si ser noble o plebeyo es una característica
adscriptiva, relativa al nacimiento y que, por tanto, no debe
ser tenida en cuenta para el acceso a la ciudadanía, entonces
el ser varón o mujer, que es así mismo una característica
adscriptiva, dependiente del nacimiento y no de los méritos,
deberá ser considerada indiferente a efectos de ingresar
en tan anhelada ciudadanía. Por su parte los jacobinos,
herederos de al misoginia del Rousseau autor de "La educación
de Sofía", rechazarán de plano la analogía
que las y los feministas establecían entre la distinción
entre noble y villano y la diferencia entre hombre y mujer. En
el primer caso nos encontramos ante una distinción "artificial"
-palabra denostativa para los ilustrados-,mientras que en el segundo
se trata de una diferencia "natural". La apelación
a "la naturaleza" como orden adecuado y deseable de
las cosas tiene para los ilustrados un sentido normativo, ya que
el término funciona como paradigma legitimador de todo
aquello que quiera refrendarse. Así pues, conceptuar la
diferencia entre los sexos como "natural" implica adjudicar
a las mujeres el ámbito de lo privado, el que les corresponde
"por naturaleza". Mary Wollstonecraft, la autora de
Vindicación de los derechos de la mujer, representa en
Inglaterra la recepción de la Revolución Francesa
por parte del grupo de los radicales: Godwin, el padre del anarquismo
filosófico, que fue su marido, sir Thomas Pain, el padre
de la revolución norteamericana, el poeta Schelley, que
será su yerno, entre otros.. Polemizará con Rousseau
poniendo de manifiesto las incongruencias entre el radicalismo
democrático de que hace gala en El contrato social y las
oprimentes propuestas para la educación de las mujeres
"conforme a la naturaleza" que pueden leerse en "La
educación de Sofía", la V parte de El Emilio.
Se valdrá así mismo a menudo de resignificaciones
del lenguaje revolucionario: "Cabe esperar que el derecho
divino de los maridos, al igual que el derecho divino de los reyes,
pueda ser combatido sin peligro en este Siglo de las Luces".
"Que los hombres, orgullosos de su poder, dejen de utilizar
los mismos argumentos que los reyes tiránicos". Difícilmente
se puede expresar con más pregnancia que en estos textos
hasta qué punto la deslegitimación de l´Ancien
Régime llevó consigo una crisis de legitimación
patriarcal. Pues bien: Wollstonecraft pondrá de manifiesto
que "la mujer" educada de acuerdo con las pautas rousseaunianas
no es sino todo un artificio, el artificio mismo que el autor
de El contrato social denigraba frente a la sociedad "natural".
Desde el punto de vista teórico creo poder afirmar que
toda esta polémica acerca de la naturalidad o artificialidad
del sexo-género avant la lettre no fue clausurada hasta
después de la ola sufragista, cuando Simone de Beauvoir
en El segundo sexo afirma: "La mujer no nace, se hace".
Olympe de Gouges, a la que han hecho referencia Michael Löwie
y Frei Betto, en su "Declaración de los derechos de
la mujer y de la ciudadana" radicaliza la concepción
revolucionaria de la libertad de expresión hasta hacerla
extensiva a la libertad de las mujeres para designar libremente
al padre de sus hijos. No nos extenderemos aquí sobre las
resignificaciones y reelaboraciones llevadas a cabo por las mujeres
sobre la idea de libertad. Remitimos a la filósofa política
feminista australiana Carol Pateman, que en 1988 escribió
El contrato sexual. En esta obra pasa revista a las teorías
del contrato social en orden a dar respuesta a la pregunta ¿por
qué si "todos" nacemos libres e iguales a las
mujeres las encontramos siempre sometidas?. La respuesta de Pateman
es que las mujeres somos pactadas por los varones como una cláusula
fundamental del contrato social. Pensar a las mujeres como libres
implicaría para nuestra autora ir más allá
del imaginario del contrato. Pues la lógica del contrato
social tal y como en la sociedad patriarcal burguesa cobró
forma cubre el -paradójico- contrato de servidumbre.
Si con respecto a la libertad las mujeres se encontraron con
estas paradojas, no les fue mejor en lo que se refiere a la igualdad.
Sylvain Maréchal, perteneciente al Club de los Iguales
de Baboeuf, redactó una ley por la que se prohibía
a las mujeres aprender a leer. (Los detalles de esta genial ocurrencia
en 1801 pueden encontrarse en la obra de Geneviéve Fraisse
Musa de la Razón.) Ello conllevaría grandes ventajas,
de las cuales no sería la menor la firma de un tratado
de paz entre los sexos (en el que la firma de las mujeres habría
de ser, desde luego, simbólica.) Tenemos, pues, al ala
jacobina más radical de la Revolución presentando
las posiciones más misóginas, como si la homologación
entre sí de los varones marcara su rasero sobre la inmersión
de status del colectivo de las mujeres. Fueron también
los jacobinos quienes obligaron a cerrar los clubs de mujeres
revolucionarias. La democracia incipiente se muestra excluyente
hacia las mujeres, hasta tal punto que podríamos decir
que los varones fueron quienes inventaron la cuota al adjudicarse
de entrada el cien por ciento.
El pensamiento feminista ha elaborado notablemente la idea de
igualdad, quizás porque las mujeres hemos padecido y seguimos
padeciendo discriminaciones en distintos ámbitos y en diferentes
niveles. La han desgranado en sinónimos y explanaciones
tales como equipotencia (Amelia Valcárcel), equifonía
o igualdad en el acceso al discurso público (Isabel Santa
Cruz), equivalencia, etc. En conjunto, la igualdad ha tenido menos
fortuna que la libertad en las plasmaciones de los grandes ideales
de la Revolución Francesa, y continúa siendo el
test sine que non con el que se ha de contrastar siempre la sensibilidad
y el comportamiento de la izquierda. La feminización de
la pobreza -de cien personas pobres, ochenta son mujeres- debería
ser para la izquierda un escándalo de la misma dimensión
al menos que el contraste Norte-Sur, con el que no se solapa sin
más y tantas veces difumina tan estridentes cifras. Y no
es de extrañar un fenómeno como este si se tiene
en cuenta que las mujeres solamente ocupamos en un uno por ciento
en el mundo los puestos de responsabilidad. Las democracias, de
este modo, seguirán teniendo un fuerte déficit de
legitimación mientras tales desequilibrios no se corrijan.
Por último, la fraternidad. Se plantea de entrada con un
sesgo patriarcal que se pone de manifiesto en el nombre mismo
que hace referencia a la condición de los hermanos, no
al de las hermanas. Tiene por ello mismo un efecto perverso al
proyectar este mismo sesgo sobre la libertad y la igualdad, pues
parece poner de manifiesto que estos nobles ideales sólo
rezan para los varones. De hecho, en el imaginario del contrato
social, al que nos hemos referido, aparecen como sus sujetos los
varones: en el cuadro de David "El juramento de los Horacios",
emblema del juramento cívico, la virtud cívica y
el heroísmo vienen representados por las figuras masculinas,
que sellan un pacto bajo juramento. A las mujeres, las eternas
pactadas, se las representa en grupo en un segundo plano.
No es de extrañar, pues, que las feministas hayamos elaborado
por nuestra cuenta la idea y las prácticas de la "sororidad",
empezando por acuñar el nombre. Pues si se tiene en cuenta
que las mujeres hemos sido, y en alguna medida, continuamos siéndolo,
el objeto transaccional de los pactos entre los varones, la práctica
de tejer redes y pactos entre mujeres aparecerá necesariamente
como revolucionaria.
Así pues, la relación del feminismo con la tríada
de los ideales de la Revolución Francesa es compleja y
paradójica: por una parte, este movimiento se nutre de
su savia ilustrada y revolucionaria; por otra, el troquelado patriarcal
de estos ideales está en la base de una permanente tensión
y una redefinición permanente de los mismos desde las aspiraciones
feministas.
No sé si esta presentación puede parecer como si
quisiera pinchar el globo de la armonía preestablecida
entre las convicciones y los objetivos de la izquierda y los del
feminismo. Pero la izquierda ha tenido ya duras experiencias de
pinchazo de sus globos: razón de más para reflexionar.
Espero con estas consideraciones poder aportar algún elemento
de reflexión para nuestros debates.
Celia Amorós
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