Alrededor de 100.000 toneladas métricas
de combustible irradiado esperan un emplazamiento que no existe
La generación de electricidad a partir de
energía nuclear comenzó en los años 50. En
la actualidad existen 438 reactores nucleares en el mundo. EEUU
tiene 109, seguido de Francia con 55, y Japón con 45. Otros
33 están en fase de construcción.
La mitad de los reactores que 'funcionan' en el
mundo se encuentran en los países del Este de Europa y
Rusia. Allí los riesgos para poblaciones y ecosistemas
se agravan porque las partidas presupuestarias son insuficientes
para el repuesto de piezas y combustible gastado - uranio enriquecido
o plutonio - de las centrales nucleares.
Rusia pretende convertirse en el principal proveedor
internacional de servicios nucleares y receptor de residuos apoyada
por las mafias nucleares internacionales. Los accidentes de Chernobil,
Cheliabinsk y Tomsk I se los lleva el viento porque la radiactividad
no entiende de fronteras. Mientras, miles de campesinos regresan
a Chernóbil a pasar sus últimos días antes
que morir en tierra de nadie. Otros muchos ni siquiera se marcharon
y sufrieron las consecuencias de la radioactividad: leucemia,
cáncer de tiroides, retraso mental, mutaciones. Los 24
reactores situados en la antigua URSS son altamente peligrosos.
Si no son desconectados, asistiremos a nuevas catástrofes.
Mientras en los países desarrollados la industria
nuclear se convierte en fuente de riqueza para multinacionales
y poblaciones locales, la gestión de residuos se convierte
cada vez más en un problema de difícil solución
que compete a gobiernos, eléctricas y, cada vez más,
a instituciones supranacionales que se constituyen en foros de
decisión al margen de la opinión publica.
Las eléctricas norteamericanas y europeas
- General Electric, Siemens, Westinghouse - se han lanzado a la
conquista de nuevos mercados en Asia y Europa Oriental donde poder
colocar sus nuevas tecnologías. Lanzan cantos de sirena
para obtener contratos de nuevas plantas que les reporten sustanciosos
beneficios. La ampliación de la Unión Europea a
cambio de cerrar reactores peligrosos y sustituir los de primera
generación es un negocio redondo.
El discurso de las multinacionales eléctricas
y nucleares apela a que la energía nuclear no emite gases
contaminantes causantes del efecto invernadero, pero eluden el
problema de los residuos.
El desmantelamiento de las centrales construidas
en los 60 está cada vez más cercano. Pronto llegarán
al final de su vida útil. La industria admite que las barreras
creadas por el hombre fallarán con el tiempo y los cementerios
nucleares deberán ser vigilados durante miles de años.
No hay institución que garantice que dentro de 100.000
años los residuos seguirán bajo custodia. La gestión
de residuos nucleares es más cara que la producción
de electricidad.
Alrededor de 100.000 toneladas métricas de
combustible irradiado esperan un emplazamiento que no existe.
Los expertos todavía no han dado con la fórmula
para eliminar los residuos. No podemos enviarlos a Marte, ni sepultarlos
bajo el mar como hace Gran Bretaña y Rusia vulnerando la
Convención de Londres de 1983. Sólo conseguiremos
atajar el problema si cerramos el grifo atómico progresivamente
antes de que la bañera de residuos se desborde por completo.
Suecia ha planificado el cierre de sus plantas nucleares en 2010.
Alemania ha anunciado que lo hará en 2020.
El sector energético no quiere descentralizar
la producción y que cada ciudadano sea autónomo
para autoabastecerse y vender la energía sobrante a la
red. Perderían miles de millones de dólares. Por
esa razón inciden en que las energías renovables
no son rentables. Si el bajo coste del kilowatio nuclear lo subvencionamos
al pagar la factura de la luz ¿por qué no sustituirlo
por otro porcentaje dedicado a incentivar las energías
renovables?
Tierra, agua, fuego y aire eran los cuatro elementos
de los que estaba compuesta la Tierra para los antiguos sabios
griegos. Pongámoslos a nuestro servicio en forma de minipresas
hidráulicas, paneles solares, parques eólicos y
plantas geotérmicas.
El bienestar tiene un precio, pero no podemos pagar
todos el enriquecimiento de unos pocos. Mantener el crecimiento
económico es posible si conseguimos ahorrar todo lo que
despilfarramos, pero las políticas de ahorro y eficiencia
energética no son nada si no van acompañadas de
un profundo cambio de conciencia, y de modelo de desarrollo. No
basta con mirar para otro lado. Hay que detener esta amenaza silenciosa.
Adolfo Brogueras, Centro de Colaboraciones
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