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El documento del mes

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Febrero 2016

Detalle de cuernos

LAS CARTAS DE PERDÓN

Francisco Núñez Roldán

Universidad de Sevilla

 

Código de referencia: ES.41003. AHPSE/1.1.2.1.1.1//Protocolos Notariales, 17817P

Título: Carta de perdón de cuernos de Diego Martín a Juan de los Reyes, que había cometido adulterio con su mujer

Fechas: 1625, abril, 1. Sevilla

Nivel de descripción: Unidad documental simple

Nombre del productor: Mateo de Almonacir

Reglas o convenciones: ISAD (G), NEDA

 

En el derecho penal castellano medieval y moderno si una persona era objeto de una ofensa podía perdonar el daño que se le hubiera infligido mediante el simple otorgamiento al ofensor de una carta de perdón o de apartamiento o desestimiento de querella ante un escribano público, soslayando de esta manera el recurso a los tribunales de justicia, aunque en ocasiones hubiese comenzado el proceso en los mismos. En el caso de que la parte ofendida hubiese muerto o fuese menor de edad también podría perdonar en su nombre un representante o pariente de la misma. Acompañan generalmente a las cartas de perdón y de apartamiento otros instrumentos notariales como cartas de pago, obligaciones y fianzas. La abundancia de esta documentación entre los miles de legajos de la sección de protocolos notariales del Archivo Histórico Provincial nos indica hasta qué punto las partes evitaban la lentitud y el altísimo coste de la justicia, de manera que dirimir un juicio entre partes aunque fuera por muerte ante un escribano era el camino más sencillo, aunque eso no quiere decir que se produjese una condonación del delito que solo correspondía al rey. En todo caso, la recurrencia al perdón de la parte ofendida, antes de que el Estado monopolizara completamente el ejercicio de la administración de la justicia, es una expresión social de la existencia de una sólida concepción privada de la administración de la justicia según la cual toda infracción de la legalidad en el ámbito de lo privado podía ser resuelta en el mismo ámbito, ya fuera perdonando ya fuera ejecutando la pena, lo que ha dado lugar a la expresión coloquial de tomarse la justicia por su mano.

Originalmente, la posibilidad de acuerdo entre las partes para poner fin a la vía judicial si se hubiese iniciado o para que no se iniciase, se basaba en los principios desarrollados en la Partida 7, Título1, Ley 22 según la cual todo “acusado puede facer avenencia con su contendor sobre pleito de la acusación” y en el caso de los delitos de sangre en el principio de la misma Partida de “que todo ome pueda redimir su sangre”. En la Edad Moderna la concesión del perdón de la parte ofendida se había extendido a delitos menores como injurias, vejaciones, hurto, estafas, de manera que más que un perdón se trataría de simples renuncias al cumplimiento de la justicia a cambio de una compensación moral o económica. Aunque pudiera confundirse con un indulto, el perdón no lo era. El indulto era un perdón de exclusivo uso del rey una vez que la pena había sido fallada por un tribunal. Por el contrario el perdón ante escribano disculpa la ofensa inferida antes de fallarse la causa o de ejecutarse la sentencia. Así pues, lo que pueden otorgar los particulares es el apartamiento de la querella, la solicitud de su sobreseimiento y la renuncia a cobrar de su ofensor la expiación de su culpa. Solo en tres casos la acción de la justicia ordinaria se detenía, lo cual suponía el fin del procedimiento: el llamado perdón de cuernos, otorgado por el marido a su mujer en caso de adulterio, el de la víctima de una violación o perdón de estupro y el de injurias livianas sin intervención de armas. En todos ellos, por tratarse de asuntos relativos al honor de las personas, se entiende que la justicia se administra en el ámbito de lo privado.

No era contradictorio con el perdón, como acto caritativo realizado por amor de Dios o por servicio de Dios, la compensación económica o reparación material del mal causado que recibía la parte ofendida por parte del infractor, de manera que se trataría de un perdón oneroso ya presente en las Partidas. El precio del perdón parecía natural y comúnmente admitido como fruto de las negociaciones entre las partes y se justificaba como compensación por las lesiones, robos y fraudes, por los gastos procesales iniciados, y en el de heridas por los honorarios de médicos y el gasto medicinas y en todos los casos por los perjuicios ocasionados. El precio del perdón era, por consiguiente, una costumbre popular de hecho y una potestad de derecho de la parte ofendida. Por otra parte, la letra de la escritura de perdón defendía al ofensor de la posibilidad de que la parte ofendida volviese a proseguir con las acciones penales al obligarle a jurar acatar la escritura como “cosa pasada en sentencia juzgada”.

Las escrituras de perdón presentan una tipología diversa en función de los delitos cometidos. Por orden cuantitativo, las cartas de perdón de heridas, de estupros y de injurias fueron mayoría durante los siglos XVI y XVII. Son también abundantes las cartas de perdón de muerte, de cuernos y de robos. Los que tienen que ver con el honor de las personas y en concreto los de cuernos y estupros nos permiten estudiar y conocer las relaciones de pareja y la violencia sobre la mujer en aquellos siglos. Las cartas de perdón de injurias, de heridas y de muerte forman parte de un mismo conjunto caracterizado por las distintas formas de expresión de la irascibilidad social e individual, consecuencia de una sociedad frustrada por las expectativas de supervivencia y de enriquecimiento como la hispalense de aquella época, que dirimía los litigios privados por pequeños que fuesen mediante la fuerza de las manos, de las armas y de las palabras gruesas. 

Por su parte, los perdones de cuernos, como el que hemos elegido para esta ocasión, representan un aspecto de la posición dominante y soberana del hombre sobre la mujer de la cual, estando casada, era dueño y señor tanto moralmente como ideológica y legalmente. El perdón de cuernos mediante el cual un marido perdonaba a su mujer adúltera expresaba el poder omnímodo del hombre, capaz tanto de perdonar como de ejecutar por su propia mano en el cadalso público la pena de muerte que las leyes imponían para su esposa adúltera. Para los moralistas de la época, la mujer era la única culpable del pecado masculino de lujuria, y por ese principio no existían sino adúlteras. La consecuencia del adulterio era tanto más grave cuanto que era considerado un pecado contra el sacramento del matrimonio y como tal ponía en peligro y rompía la cohesión familiar, causa final de la disolución del orden social y político establecido. Para salvarlo, la mujer había de guardar la casa y evitaría “ser ventanera, visitadora, callejera, amiga de fiestas…parlera y chismosa”. Al varón competía, como dueño y cabeza de su esposa, la responsabilidad de su comportamiento, la defensa de la honra de todas las mujeres de su casa, pues la honra era la mayor y más preciosa virtud femenina y de perderla por la infidelidad al esposo se perdía la del hombre. Las leyes civiles y la ortodoxia moral establecían que el costo de la pérdida de la honra fuera terrible: la muerte de los adúlteros que acabaría con la frecuencia del delito, aunque siempre cabía la posibilidad del perdón por iniciativa de la parte ofendida, la del marido que se convertía en juez misericordioso de su esposa. Solo unos pocos escritores de la época defendían que perdonar a la mujer infiel sería lo más razonable y cristiano aunque el hombre perdiera entonces su honra y su crédito social, pues estos son inferiores al perdón y nunca valen tanto como una vida humana.

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