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Arch-e. Revista Andaluza de Archivos

Nº 3  09 junio 2010


3.009. De Re Scripta: Notas para una Antropología de la Escritura

Joaquín Rodríguez Mateos09 junio 2010

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Joaquín Rodríguez Mateos
Archivo General de Andalucía
joaquin.rodriguez.mateos@juntadeandalucia.es




Resumen

La aplicación de la metodología y procedimientos del conocimiento antropológico a la escritura, tanto en su dimensión instrumental como conceptual, ha dado lugar a un ámbito propio de análisis denominado “antropología de la escritura”, con el que se intentan comprender las funciones ejercidas por la escritura en la organización social como su representación simbólica. El artículo presenta algunos planteamientos teóricos y breves reflexiones sobre ello.

 

Palabras clave: escritura, antropología, antropología de la escritura, archivos.



Abstract

The application of anthropological knowledge’s methods and procedures to writing, both on its instrumental and conceptual dimension, have created its own analysis field, called “anthropology of writing”, that attempts to understand writing functions on social organization as its symbolic representation. This article shows some theoretical approaches and brief reflections on this subject.

 

Keywords: Writing, Anthropology, Anthropology of Writing, Archives.

 

 “Cuando esperaba heredar el Libro, temblaba ante la
responsabilidad. Ahora  me tranquiliza la suavidad con que enlazan
 mis estímulosinternos con los estímulos externos del Libro. Estoy
almacenando señales de inteligencia, y el Libro podrá continuar
 siendo la memoria de la Nave. Ignoro hasta qué punto puede tener
 importancia que yo continúe siendo seguidor de mis antepasados;
 pero el Libro debe tener una importancia considerable cuando
 permanece, cuando existe y me necesita, mientras que tantas
 cosas...”
Tomás Salvador: La nave

 

Tanto la facultad humana de escribir como el uso y la práctica de la escritura en las diferentes sociedades ha motivado que, desde hace ya tiempo, buena parte de la investigación de las Ciencias Sociales haya tenido por objeto la escritura, el documento y el libro, y por ende los archivos y las bibliotecas como instituciones custodias de lo escrito. Pero la escritura y sus productos han sido vistos por la historiografía tradicional básicamente -y ante todo- como una aportación técnica de las distintas sociedades a sus ámbitos del saber, por lo que su estudio se ha centrado fundamentalmente en el origen de los sistemas gráficos y en las formas materiales de producción de lo escrito, de manera instrumental. No obstante, al tiempo que un instrumento de registro, de posesión y uso y de control de la difusión del conocimiento, la escritura es -sobre todo- un campo de producción ideológica, de construcción del pensamiento y de reproducción social, ya que es una parte de la actividad simbólica de las comunidades humanas. En suma, una forma de construcción social y cultural del conocimiento, y una herramienta de manipulación de la realidad. Asistimos, pues, a una dicotomía entre la dimensión interna –instrumental- y la dimensión externa –conceptual- de la escritura, que requerirá de análisis específicos para poder comprender su verdadero alcance, significados y funciones en el seno de las culturas y las sociedades que las originan.

 

Un nuevo marco de análisis

El progresivo agotamiento durante el último tercio del siglo XX de los paradigmas historiográficos tradicionales –superados el modernismo científico y el análisis de las estructuras- originó un consiguiente giro de la investigación hacia nuevos ámbitos de conocimiento histórico, basados en la comprensión del sujeto, de su cultura y de su imaginario. Con ello se trataba de poner de manifiesto el potencial de la mentalidad y de las representaciones simbólicas, en la pretensión de comprender al hombre como actor de la Historia. Abandonados, pues, los afanes explicativos del pasado con presunción de objetividad, se ha situado en primera línea del análisis al propio sujeto, al hombre como constructor de la memoria histórica y como motor de la conciencia social en la representación de su propio tiempo. Y ello, en la cultura occidental, se ha verificado en los últimos cuatro milenios a través del conocimiento acumulado y registrado en cada época por medio de la escritura.

Pero la letra, manuscrita o impresa, es sólo un fragmento selectivo de la memoria, como selectivo es el volumen de lo escrito de que podemos disponer con el paso del tiempo. Por una parte, y como analizaremos más adelante, la producción de la escritura ha sido siempre social y culturalmente desigual y diferencial, e incluso asimétrica, de manera que sus testimonios supondrán siempre visiones parciales de su tiempo, retazos subjetivos de la realidad. Por otra, sólo se conservan aquellos escritos que así lo quiere la voluntad de quienes los manipulan –quienes quiera que sean en la cadena de su uso-, con la salvedad de los avatares y azares del tiempo. Así, la información objetiva o subjetivamente escrita no puede hacernos soslayar la condicionalidad y la intencionalidad de su origen. Cualquier valoración o análisis de la misma debe partir, pues, de una necesaria interrogación: ¿quién escribe?, ¿por qué escribe?, ¿para qué o para quién escribe?, ¿con qué intenciones o fines lo hace? Y es que para conocer el pasado no basta con conocer el testimonio escrito, sino que hay que conocer, tras de él, al hombre que lo produjo.

Todo ello ha motivado un fuerte influjo de este ámbito de conocimiento en la investigación histórica, hasta el punto de conformar -a partir de la última década del pasado siglo- uno de los grandes objetos del análisis de la llamada Nueva Historia Cultural, en la que el texto o la información escrita adquiere una relevancia singular. Es en este contexto en el que se viene desarrollando buena parte del estudio sobre la escritura, hasta el punto de haber adquirido carta de naturaleza con la acuñación del término ‘cultura escrita’, como categoría científica. Pero bajo la influencia del postestructuralismo y de la aproximación interdisciplinar, es precisamente este término ‘cultural’ que acompaña al conocimiento de esta Nueva Historia -entendida como la ‘historia total’ que dibuja Peter Burke, e incluso como la ‘historia sociocultural’ que ha llegado a proponer Roger Chartier- el que indica su deuda para con las formas y los procedimientos del conocimiento antropológico. Aunque tradicionalmente la ciencia antropológica ha volcado su metodología de forma mucho más intensa en la comunicación verbal, la convergencia de la metodología etnográfica con las fuentes escritas como forma de transmisión del conocimiento ha supuesto un creciente campo de estudio desde que Jacques Goody realizara sus primeras aportaciones en esta línea a fines de la década de los 60, hasta llegar a las recientes propuestas de Giorgio R. Cardona que reclaman una parcela propia para este ámbito de análisis bajo la denominación de antropología de la escritura.

El objeto de este enfoque no es más que, en suma, intentar alcanzar las funciones ejercidas por la escritura en la organización social, como su representación simbólica. Y no sólo por sí misma, sino atendiendo por igual a todo cuanto se moviliza culturalmente en torno a ella: desde las formas en que los que escriben se relacionan con los escritos, hasta las que ponen en acción sus usuarios, de cualquier cariz que éstos sean.

La metodología etnográfica puesta al servicio de este fin -contribución que, de facto, ya vienen poniendo en práctica muchos historiadores en sus métodos de análisis- debe servir por ello para describir las prácticas de la actividad integral de escribir y los usos socialmente significativos de la escritura en el ámbito de su cultura de referencia. No son, por tanto, éstas que siguen más que meras notas y breves planteamientos teóricos del alcance y las funciones que la escritura ejerce en los grupos sociales, como reflexiones de base para cualquier estudio cultural de la escritura.

 

Comunicación escrita y oralidad

Instrumentalmente, la escritura es un sistema gráfico codificado con fines comunicativos, nacido como una forma de fijar la información y el conocimiento con el objeto de transmitirlo y, en su caso, conservarlo por un tiempo más o menos prolongado. Esto es, una manera de registro material del lenguaje –del que es su representación en forma de signos gráficos- y del pensamiento. Se trata de la función de la escritura como inventario, que expresarían los latinos con el afortunado aforismo ‘verba volant, scripta manent’. Se trata de un proceso consciente, regido por patrones y reglas construidas culturalmente con dicha voluntad de registro.

La escritura lleva consigo, pues, una prevención hacia el paso del tiempo y la consecuente pérdida de la memoria social, lo que le confiere su carácter y su vocación atemporal: se escribe para sobrevivir al tiempo, y que la información pueda ser recuperada y tenga la capacidad de operar en un futuro. Pero también en un espacio, pues sólo en un espacio pueden sobrevivir las palabras habladas. Así, la escritura trasmuta el tiempo y el espacio, y funda el pensamiento en una nueva dimensión; en ella, los individuos y las sociedades aparecen posicionados ante un pasado y un futuro, con los que se establece una relación, trastocando el tiempo circular de la oralidad y su universo ácrono por el tiempo lineal de perspectiva diacrónica. Es decir, la escritura sitúa al hombre y a la sociedad en la Historia.

La materialidad de la escritura deriva precisamente de la necesidad de asentar la información sobre un soporte ajeno a la memoria humana, haciéndola legible para vencer cuanto de intangible y pasajero tienen la expresión oral y el pensamiento abstracto. Porque al permanecer, lo escrito se hace en cierto modo irrefutable, sin que pueda ser cuestionado directamente: el escrito dirá siempre lo mismo, mientras el texto exista. Por ello, la escritura ha movilizado a lo largo de la Historia atenciones e intenciones, intereses legítimos o bastardos por su control o su propaganda, por su ocultamiento o su destrucción.

De aquí emana el poder de la información escrita sobre la palabra articulada, y su superior consideración como testimonio. Es, de hecho, este efecto testimonial el que permitió desde sus inicios otorgar a lo escrito un carácter probatorio de las actuaciones o las informaciones registradas, confiriéndoles un valor añadido de verosimilitud frente a la información oral, de naturaleza fugaz, incierta y de memoria imprecisa. Se trataba, en suma, de la contraposición entre la inalterabilidad de lo escrito frente a la mutabilidad de lo oral. El escrito deviene así en instrumentum, en un soporte material que constituye la prueba de los asuntos registrados, en tanto que así lo hace constar su contenido escrito; no en vano se hace derivar el término del verbo instruo, en tanto que acción de comunicar ideas y conocimientos.

Esta creciente supremacía fue la que motivó un desplazamiento de la oralidad al tiempo que la escritura se hacía dominante en la sociedad, sobre todo en el ámbito de lo público. Pero era precisamente esa imposibilidad de cuestionamiento de la información escrita, al contrario de lo que sí podía suceder con el testimonio oral –lo que era causa de gran parte de la suspicacia manifestada por la sociedad hacia la escritura- el hecho que acabaría originando la necesidad de crear métodos materiales de autenticación para dar validez a los escritos. Con ello, los textos adquirieron unos valores de certidumbre que los convertían tanto en base del ordenamiento legal como en fuente primaria del conocimiento. Y así, la palabra escrita acabó imponiéndose a la palabra dada y a la palabra empeñada. Aunque ello no siempre sin la desconfianza popular, que la veía en todo momento usada por el poder, fuera éste de la orientación que fuera: de aquí emanan las diferencias de usos y funciones sociales tanto entre las tradiciones y los saberes orales frente a los escritos, como en las propias formas de relación y uso con los textos.

 

La ambivalencia del valor de lo escrito

Efectivamente, la escritura ha sido vista siempre con una cierta ambivalencia desde las tradiciones antropológica y filosófica occidentales. Desde antiguo, parece haber existido -más o menos tácitamente- una cierta disputa entre escritura y verdad, que ha podido haber llegado incluso a cuestionar la posible incompatibilidad entre ambos conceptos, como si lo escrito no fuera capaz de reflejar más que una apariencia de la realidad o de la verdad. Sería ya Platón en el conocido pasaje de su Fedro –aún en una época de balbuciente implantación del conocimiento escrito frente al pensamiento oral- quien sentara en la ideología occidental el fundamento de esta ambivalencia, confrontando la potencialidad de la escritura –“fármaco de la memoria y de la sabiduría”- frente al simulacro de la memoria que suponían las letras –“es olvido lo que producirán en las almas de quienes las aprendan, (…) no es sino un simple recordatorio”-. Y así concluía que sería ingenuo considerar que se deja establecido firmemente algo por el hecho de ponerlo por escrito. De ahí hasta Gilles Deleuze -que interpretaba la escritura como una catarsis que quizás no tenga relación con la verdad- o Jacques Derrida –que presuponía a la escritura meramente como una representación gráfica del lenguaje, tal vez de ayuda para la memoria pero secundaria para el habla como artífice del pensamiento-, pasando por Rousseau -quien la veía como una técnica artificial y peligrosa para hacer presente el habla cuando ésta está ausente-, lo cierto es que se detecta a lo largo de la Historia del pensamiento y de la cultura una falta de confianza hacia la pretendida certidumbre de la escritura, y una cierta suspicacia por parte del común de la sociedad hacia quienes escriben. De ‘malditos signos’ tachó el propio Homero a la grafía, en una época donde aún lo escrito no era más que una mera y ocasional representación de la narración oral.

Sin embargo, en la cultura moderna el saber por excelencia se fundamenta en lo escrito, como base y fuente del conocimiento. Pero aunque hayamos hoy interiorizado profundamente la escritura en nuestra cultura occidental -devenida así en cultura escrita-, habiéndola convertido de mano de la generalización de la instrucción pública y la alfabetización en un componente básico, como actividad social cotidiana y común, no siempre ha sido percibida y aceptada como una práctica natural: en determinados contextos, la escritura ha podido ser vista como una actividad extraña, peligrosa o como un instrumento de dominación o de control social, político o económico. Lo que es aún más palpable en los ámbitos sociales de escaso nivel formativo, así como en los sectores tradicionales y rurales, en los que la cultura escrita ha tenido históricamente mucha menor penetración.

Hoy día, el binomio que forman la cultura de masas y la sociedad de la información y el conocimiento, basado en la revolución tecnológica de las redes de comunicación social, prioriza la inmediatez y la actualidad de la información a través del medio audiovisual y de la tecnología digital. En este contexto, la limitada capacidad comunicativa que se supone a la escritura se compensa con la producción de toda una sobreabundancia de información, en cierta medida adocenada y de escasa relevancia –fragmentaria, parcial y de parca veracidad- que está comenzando a confrontar el modelo de la cultura escrita como vehículo del conocimiento social. Y, sobre todo, porque no implica procesos de deconstrucción cognitiva dentro de nuestro marco cultural, sino que en la mayoría de los casos se trata de una recepción pasiva de retazos de información elaborada que se interiorizan, sin más. En este peculiar campo de batalla, la demanda de lo presente, de lo actual, de lo vivo parece enfrentarse a una interpretación de la escritura como representación de lo fijo, de lo pasado, de lo establecido. De tal manera, parece abrirse en los procesos de comunicación cultural una fractura entre, por una parte, la información básicamente fungible, inmediata y de carácter referencial, siempre de entidad limitada y transmitida por los medios tecnologizados de comunicación -mucho más arraigada en los sectores sociales más separados del uso de la escritura- frente a la información escrita sobre soportes convencionales, como acúmulo codificado de conocimientos que hay que procesar e interpretar social y culturalmente.

 

Los usos sociales de la escritura

Como ya avanzamos anteriormente, la escritura supone un uso heterogéneo y muy poco uniforme en la sociedad, estando bastante distribuido y diversificado en sus diversas capas y sectores. Incluso en la actualidad, con los elevados niveles de alfabetización conseguidos en la cultura occidental, el número de los que leen es considerablemente superior al de los que escriben, lo que implica una clara diferenciación entre el uso y la práctica; o, dicho de otro modo, son siempre minoritarios los grupos que crean la comunicación escrita, frente a la mayoría que la interpreta. Al ser, por tanto, la escritura tan poco igualitaria en términos sociales y culturales, se originan funciones y actitudes diferentes, que muestran los desniveles, intereses y condicionamientos del sistema.

Si bien la iniciación tanto en la escritura como en la lectura implicaba una cierta capacidad cognitiva y de razonamiento abstracto, además de un proceso específico de aprendizaje, la confección material de la grafía implicaba el dominio de una técnica difícil y especializada, que sólo se alcanzaba tras un arduo adiestramiento; hasta la generalización social de los procesos de alfabetización, los escritos serían de naturaleza pública o privada, pero siempre realizados por escribas o escribanos que dominaban la técnica. Tales condicionantes han motivado que el dominio de la escritura fuera patrimonio de unos pocos, y que por tanto se crearan determinados nexos entre la posición social y la práctica escrituraria. Apareció así históricamente, y por lo general, restringida a élites y categorías sociales minoritarias cercanas al poder o vinculadas al mismo, y cuya práctica ha sido frecuentemente causa generadora de prestigio social: se trata de burócratas, profesionales, sacerdotes, cortesanos o aristócratas. La apropiación de la escritura por estos sectores originó un uso de la información escrita como medio de dominación ideológica y política y de control social y económico, lo que, obviamente, no debe verse como un proceso cerrado. La escritura devino así desde sus inicios en un instrumento del saber al servicio del poder. Apenas existen ni se encuentran en el ámbito de lo público escritos producto de la creación popular, pues las fuentes utilizadas para el análisis de la escrituras populares inciden, básicamente, en las escrituras domésticas, a pesar de que pueda ser fructífero el análisis de las prácticas populares tanto en su dimensión creadora como de usuaria de la información escrita.

De esta manera, el análisis de las funciones concretas que cumple la escritura en un determinado contexto sociocultural debe partir de la búsqueda de los significados que ésta tiene para la comunidad, para el grupo social que la usa, y cómo éste la interpreta en su contexto cultural. Estas significaciones generan unas formas de relación con la escritura y unas pautas de comportamiento específico para con ella, que condicionan los usos que de ella hacen las personas y los grupos sociales.

 

El simbolismo de lo escrito

Como decíamos antes, la escritura es también una parte de la actividad simbólica de la comunidad, integrada dentro del complejo simbólico cultural. Los signos gráficos son formas expresivas con capacidad para comunicar algo más que la propia información que encierran en sí mismos. Como vehículos y herramientas de la actividad simbólica expresan cultura, identidad, pensamiento; es decir, una forma de ver y entender el mundo. La escritura, pues, no sólo constituye un sistema de comunicación gráfica, no son sólo formas de fijar y transmitir el conocimiento, sino que es también un sistema de comunicación simbólica, constituyendo una matriz de significaciones sociales y culturales. Actuaría así como un fenómeno semiótico, en los términos de comunicación cultural que define Umberto Eco.

La escritura ha supuesto a lo largo del tiempo una dimensión fundamental, básica, en relación con el proceso de adquisición de información social y de conocimiento sobre el mundo, y de su transmisión -con independencia de las formas, usos e intenciones con las que se lleve a cabo o se controle socialmente-. Efectivamente, y como tal sistema simbólico, la escritura integra y organiza el conocimiento social, afectando a los procesos del pensamiento. Por una parte, tanto el proceso mismo de adquisición del conocimiento como el de producción del pensamiento forman prácticamente una simbiosis con la escritura: es básicamente en forma escrita como interiorizamos la información que recibimos, y es en forma escrita como construimos el pensamiento que queremos expresar gráficamente, de tal forma que la escritura modela la actividad cognoscitiva e intelectual de la sociedad. Pero, por otra parte, la escritura actúa como un molde, como un andamiaje que soporta, estructura y ordena todos los significados objetivados socialmente en la conciencia simbólica. Actúa como un marco semántico de referencia en el que encuentra explicación y sentido todo un conjunto de significantes que reflejan la experiencia individual y colectiva de la comunidad, su devenir histórico e intelectual. Es por ello por lo que multitud de textos no encuentran su auténtico sentido sólo mediante la transliteración a otro sistema de escritura o la traducción a otra lengua, sino que exigen su interpretación en el contexto cultural y simbólico en el que fueron escritos.

Es también importante desde esta perspectiva considerar la significación que tiene la escritura en el proceso de conformación ideal de la cultura que le da origen y la motiva. A través de la escritura, la sociedad ofrece una percepción de sí misma desde la visión de los propios sujetos y en los términos de sus propios patrones culturales, conformando un proceso de retroalimentación del universo simbólico del que forma parte activa.

 

La tecnología de la escritura y de la información

La escritura –decíamos- es una forma de materializar la palabra y el conocimiento, para lo que exige de una tecnología externa y ajena: necesita de soportes para la información, y de herramientas para poder fijarla. En tanto que grafía, la escritura hace visibles las palabras, mutando su naturaleza oral para ser percibida por el sentido de la vista: es un proceso del sonido a la imagen.

Las formas gráficas de la escritura han ido siempre en consonancia con los usos sociales de la misma. Toda escritura es una invención, construida culturalmente según reglas ideadas conscientemente, y ha venido por tanto influida y definida cultural y socialmente por factores políticos, religiosos, ceremoniales, etc. Pero también viene condicionada y motivada por aspectos técnicos y materiales que guardan estrecha relación con la propia organización cultural del grupo humano. Y para ello se han configurado por diferentes métodos de fabricación y de técnicas de ejecución según las épocas, las condiciones ambientales y geográficas y las necesidades políticas y culturales.

Igualmente, los materiales se especializan y la escritura se elabora según técnicas adecuadas y diferenciadas, según los fines perseguidos. Así, por ejemplo, los documentos solemnes se han rodeado siempre de características monumentales y ceremoniales, buscándose la ostentosidad formal, mientras que, por el contrario, las escrituras cotidianas y administrativas no han buscado nunca modelos caligráficos, asumiendo formas más desarticuladas. Los textos son también espacios simbólicos, que reflejan los usos sociales. Del mismo modo, los documentos que por su finalidad debían perdurar en el tiempo, o que quedaban expuestos públicamente a la intemperie por su función social, se labraban sobre soportes de materia duradera para evitar los estragos del tiempo. Y si bien la búsqueda de un soporte versátil llevó a cimentar –paradójicamente- la transmisión y la conservación del conocimiento de nuestra cultura occidental sobre uno de los materiales más frágiles que han existido –el papel-, hoy, la fugacidad de la información escrita en los instrumentos digitales –en una disolución del concepto de grafía- amenaza la objetivación y la fijación de la información y del pensamiento, de manera que asistimos con incertidumbre a la pretendida consecución de uno de sus objetivos básicos: la perpetuación de lo escrito.

Los cambios en las tecnologías de la escritura han tenido también siempre a lo largo de la Historia consecuencias en las prácticas sociales, y viceversa. Ocurrió con el paso de la escritura manuscrita a la impresa, y sus implicaciones culturales, de manera que los manuscritos pasaron a registrar la información como instrumentos al servicio de la gestión, basados en su autenticidad y originalidad como valores legales, mientras que los impresos tipográficos se convirtieron en instrumentos de difusión del pensamiento, fundamentado en su producción múltiple. Del mismo modo que la implantación de la escritura mecanográfica en el ámbito de lo público, a principios del siglo XX, hizo refugiarse a la escritura manuscrita en los usos básicamente privados, devaluándose el aprecio social hacia la caligrafía tradicional.

Por otra parte, la variedad de soluciones gráficas y de sus usos sociales dará lugar a una diferenciación en el modo de entender la escritura, según la finalidad de los escritos. Si bien la escritura aparece motivada fundamentalmente por una necesidad de administración, y de fijar la información de gestión, pronto el mismo invento pasa a dar respuesta a la expresión gráfica del pensamiento y de la comunicación narrativa: una quedará circunscrita al ámbito documental, surgiendo primero los documentos como vehículos de la información social, realizados sobre cualquier soporte disponible en el contexto cultural de referencia; y la otra al ámbito de lo librario, apareciendo posteriormente los libros, códices o rollos como vehículos del pensamiento cuando se pudo disponer de soportes adecuados para ello por su ligereza, flexibilidad y movilidad. Documentos y libros, como vehículos para transmitir información y pensamiento: máquinas del tiempo que recuerdan el pasado y enseñan para el futuro.

De la necesidad de recogerlos en espacios específicos y adecuados surgirían los archivos y las bibliotecas. Desde Ebla a Alejandría, desde el primer archivo redescubierto, a la primera biblioteca desaparecida: los grandes mitos de origen que forman el imaginario de nuestra cultura escrita.

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