Así pues, los niños que hablan y dialogan con sus padres, escuchan cuentos habitualmente, juegan y ríen con los sonidos de la lengua, hojean y manejan libros, etcétera, tienen muchas más probabilidades de afrontar con éxito los aprendizajes en las aulas. Y específicamente el de la lectura y la escritura. Tener conciencia de esa relevante aportación de los padres ayuda a los hijos en tanto que alumnos.
¿Por qué leer con los hijos?
La lectura en voz alta ayuda a la comprensión (8) de las palabras. En esos casos, la lengua llega a los niños por mediación de un lector experto. Escuchan las inflexiones, los ritmos, los énfasis, los silencios… y gracias a esos elementos fónicos, y con la ayuda de los referentes semánticos, van construyendo los significados de las palabras. Escuchando leer se aprende a hablar, se aprende a leer. Los niños que escuchan tienen así la oportunidad de vincularse emotivamente a un tipo de lenguaje que hace que las palabras de todos los días –casa, anillo, caballo, hermano, noche…- aparezcan dotadas de sentido simbólico y poético. El lenguaje de los libros permite además a los niños conocer que existe un uso diferente de las palabras que conoce y usa. Los padres tienen la oportunidad de relacionarse con los hijos (9) mediante otro tipo de lenguaje, con otro tipo por tanto de emociones y de expectativas. Esas experiencias lingüísticas, que son al cabo experiencias sentimentales, las propician la lectura en común de libros.
Lectura en voz alta y desarrollo infantil
El dominio de la lengua no puede concebirse, pues, como una actividad programada y regulada por la escuela y desde la escuela, sino que tiene lugar en contextos e intercambios reales. Cuantas más ricas y alentadoras sean las experiencias lingüísticas iniciales tanto más provechosas serán. Esa conquista comienza y progresa sustancialmente en el entorno familiar. Hurtar o reducir a los niños esos estímulos en los primeros años de vida significa privarlos de oportunidades esenciales de aprendizaje. Sabemos que existe una correlación clara entre el rendimiento escolar y las buenas experiencias lingüísticas en la primera infancia.
Los niños a los que se les lee asiduamente en voz alta están expuestos a un flujo de palabras considerablemente superior al que reciben quienes no escuchan lecturas de libros, como demuestran estudios clásicos (7) sobre el tema. Palabras que no deben ser valoradas únicamente por su cantidad sino por su cualidad, pues son palabras más diversas y más significativas que las usadas en la vida cotidiana. Leer en voz alta promueve la expresión espontánea de los niños, que preguntan, repiten, responden, dialogan… a partir de los textos, algo extraordinariamente importante para su progreso lingüístico, tanto por las palabras que escuchan como por los estímulos que reciben para usarlas en contextos reales. Escuchando historias, los niños aprenden, en fin, a usar el lenguaje, a prestar atención, a dar sentido a las narraciones que les ofrecen voces ajenas.
La lectura en voz alta (5) se ha revelado como uno de los medios más eficaces de iniciar e interesar a los niños en el mundo de la lectura y, como consecuencia, de ayudarles a ser lectores competentes.
Las razones son claras. Al leerles en voz alta de manera continuada se les está ofreciendo, en primer lugar, un modelo de lectura. La lectura no aparece como una habilidad abstracta o funcional sino como un gesto concreto y atractivo, ligado a las personas que prodigan a los niños afectos y seguridades. La lectura en voz alta ofrece además el rostro más complaciente de quienes leen, de quienes les leen. Al leer en voz alta, las personas se muestran más serenas, emotivas y solícitas. Envían a los niños un inequívoco mensaje de amor. Los introducen en el mundo de las palabras a través del placer y el asombro, en un ambiente cálido y emocional (6), lo cual hace que la inmersión en el lenguaje complejo de los libros se produzca de un modo gozoso.
¿Y cómo se desarrolla esa habilidad? Pues haciendo que desde muy pronto, como uno más de los juegos infantiles, los niños tengan experiencias placenteras con el lenguaje: segmentar palabras (Y el siguiente dice una palabra que comience por la última sílaba de la palabra anterior… Lobo… boca… casa… sapo…), escuchar retahílas según las ocasiones (Sana sana, culito de rana, si no sana hoy, sanará mañana o El que fue a Sevilla perdió su silla y el que fue a Aragón perdió su sillón o Grillo, grillo, quien se lo encuentre, para su bolsillo), buscar rimas con los nombres propios (Agustín salta como un delfín, A Juan le gusta el mazapán, Susana tiene una rana…), tomar conciencia de los principios y finales de las palabras (Veo, veo… ¿Qué ves?... Una cosita… ¿Qué cosita es?… Una cosita que empieza por M… Mano… No… Mesa… No… Muro… No… Mamá… Síííí). La lengua se muestra así, sin necesidad de lecciones ni enseñanzas, en toda su hermosa complejidad. No aparece como un mero instrumento de comunicación ni como una materia escolar. Los niños la hacen suya porque les maravilla no porque deban responder a una evaluación. Esas experiencias son las que, por la vía del placer, propician el conocimiento y apropiación de las estructuras fonéticas, semánticas y gramaticales de la lengua, lo que repercutirá a su vez en una alfabetización gradual, segura y feliz. ¿Y dónde es más fácil iniciar esos juegos? En el hogar, en los numerosos momentos de vida de un niño. A menudo, los mejores recursos pedagógicos pertenecen al acervo popular (4).
Muchas de las actividades de lenguaje que promueven los padres con sus hijos -juegos de palabras, rimas, retahílas, canciones, adivinanzas, trabalenguas…- se consideran en general puro divertimiento, parte de las relaciones familiares. Hoy sabemos sin embargo que esos juegos lingüísticos tienen una importancia capital para el buen aprendizaje de la lectura. Un estudio (3) pionero en ese sentido, el de Peter Bryant y Lynette Bradley, mostró que muchos de los niños con dificultades de lectura que ellos examinaron eran notablemente insensibles a la rima de las palabras, no habían desarrollado de modo claro la habilidad de detectar y componer rimas y aliteraciones. Llegaban a la conclusión de que la sensibilidad temprana de los niños a los sonidos de la lengua es un requisito esencial para eludir el fracaso en el aprendizaje de la lectura.
Los bebés aprenden a hablar en contacto con personas que hablan y en situaciones reales de habla. Aprenden a hablar porque se les habla (1) y se les anima a hacerlo. Y se les habla además como si fuesen capaces de entender todo lo que se les dice y se les da a entender a la par que lo que ellos dicen es comprendido. Esa simulación es, sin embargo, la clave del aprendizaje. Nadie da a sus hijos lecciones de habla, igual que nadie les enseña las habilidades necesarias para andar (2). Simplemente, se les estimula a hacerlo y se les ayuda. Y sus logros son además recompensados con caricias, con besos, con abrazos, con alabanzas. Todos los niños del mundo acaban hablando y caminando sin problemas.