El comité intergubernamental de la Unesco, reunido el 16 de noviembre de 2010 en Nairobi (Kenia), incluyó al Flamenco en la Lista Representativa del Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad. Más allá de que fuera ya conocido –y reconocido– internacionalmente, la distinción otorgada por el organismo cultural de la ONU abrió para el arte jondo nuevos horizontes en esos rincones que aún no se habían interesado por él, al tiempo que contribuía a consolidar el prestigio del que gozaba por su propia historia y su ingente valor artístico.
Transcurrida una década de aquel feliz acontecimiento –«el día que la humanidad se hizo patrimonio del flamenco», en palabras del añorado Enrique Morente–, el galardón de la Unesco es hoy el mejor estímulo para ahondar en la reivindicación del flamenco como elemento fundamental de la cultura andaluza, tal como recoge de forma expresa el Estatuto de Autonomía. La cultura jonda nos muestra como pueblo y proyecta, a través del cante, el toque y el baile, lo mejor que Andalucía ha sido capaz de dar a los ojos del mundo. Sus artistas enseñan nuestras raíces para hacerlas universales.
Antes de la distinción del organismo de la ONU para la salvaguarda de la cultura y el patrimonio, el flamenco ya era un arte inimitable, incuestionable, rico en historia y patrimonio, en raíces culturales y antropológicas, admirado desde el punto de vista literario, coreográfico y musicalmente, que no sabía de fronteras ni de acentos. Pero su inclusión en la Lista Representativa del Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad le otorgó un valor del que no pueden presumir otras artes del mundo, otras músicas ni otras manifestaciones culturales ni mucho menos desdeñables.
El flamenco era reconocido, entonces, como una manifestación cultural que trascendía de Andalucía, su tierra natal, para hacerse patrimonio de un mundo que le pertenece por derecho propio. Porque la cultura jonda es sentimiento y también es conocimiento, al dar cabida en sus letras, sus músicas y sus bailes a las grandes pasiones del ser humano, como el amor o la libertad. «Ni que me manden a mí / no quiero mandar en nadie / ni que me manden a mí. / Me gusta vivir errante / hoy aquí y mañana allí / y mi vía sigue adelante», cantaba Camarón acompañado por Paco de Lucía.
Para explicar la vigencia y la trascendencia del universo jondo hay que acudir a sus verdaderos protagonistas: los artistas. Gracias al trabajo y las aportaciones de sus creadores –las grandes figuras, pero también el más humilde de sus intérpretes–, al patrimonio común del flamenco de los artistas andaluces del cante, el toque y el baile, de ayer, hoy y de siempre, los ecos flamencos suenan en los escenarios de Tokio, Nueva York o Sídney. Porque el flamenco es una de las más poderosas ventanas culturales de Andalucía y de España al mundo.
Pero, además, el flamenco se caracteriza por la sólida base social que lo sustenta. No hay manifestación cultural que, espontáneamente, se haya provisto de un tejido social propio tan extenso y tan numeroso. Las peñas, esas sucursales de lo jondo repartidas principalmente por las ocho provincias andaluzas, son fundamentales para la creación de nuevos públicos y aficionados y para el soporte de los nuevos valores flamencos que encuentran en sus recitales un campo de prueba y una rampa de lanzamiento.
El reconocimiento de la Unesco intensifica el compromiso de la Junta de Andalucía con el flamenco. Así lo pone de manifiesto una programación especial que indaga, por todos los rincones de la comunidad autónoma, en la herencia de las grandes sagas, las propuestas de los maestros y las jóvenes promesas, y en la primera Ley del Flamenco de Andalucía, que estará en el Parlamento andaluz a lo largo del próximo año. El flamenco, más universal que nunca, es el alimento de nuestra pasión.