Cádiz: música y luz

© Joaquín Puga

Cádiz ha estado siempre presente en la vida y obra de Manuel de Falla. La ciudad, la luz atlántica, el mar, los amigos, la historia, la nostalgia y su mitología han creado una especie de íntimo paraíso al que el artista recurre constantemente tanto en su música como en sus testimonios públicos y epistolares. En esta exposición se ha intentado reconstruir un circuito personal, no solo de la infancia y juventud del músico gaditano, sino también de la relación establecida con su tierra natal en la lejanía: sentimiento más próximo a una abierta concepción del paisaje privado que a cualquier tipo de localismo reductor. Por medio de una sucesión de imágenes capturadas por el fotógrafo Joaquín Puga desde una óptica descentrable, que busca planos distintos a los aparentemente reales, y de un texto autónomo, elaborado por el poeta y musicógrafo José Ramón Ripoll a partir de las fotografías y de las pistas biográficas y musicales del compositor, se invita al visitante a participar de una sonora ensoñación por medio de la mirada y la palabra, con la intención de oír la luz de Cádiz a través de Manuel de Falla.

Hay que destacar el papel fundamental desempeñado por La morilla, su niñera, procedente de la serranía rondeña y gaditana, que según el propio testimonio del autor, le cantaba de viva voz melodías populares, romances antiguos, fandangos y coplas aflamencadas, elevando así el primer peldaño de una escalera hacia una música desconocida, a la que el compositor no tardaría en subir.

Cádiz subyace y aparece en su catálogo como una isla sumergida que emergiera milagrosamente, incluso en obras que, tanto por su argumento, como por su discurso musical, se sitúan en contextos y lugares determinados. Así, La vida breve —ópera de 1905, aunque la acción transcurre en Granada, según libreto basado en un poema del también paisano Carlos Fernández Shaw— contiene giros y ritmos provenientes de la zona cantaora y folclórica gaditana. La «Cubana», integrante de las Cuatro piezas españolas, escritas para piano solo, entre 1906 y 1909, destila el perfume portuario de la ciudad, cargado de nostalgias y deseos de búsqueda a la vez. Y  en «Andaluza» se asoma el espíritu dramático que se esconde tras la apariencia de la luz y la fiesta. En las Siete canciones populares españolas, para voz y piano, de 1914, la «Nana», aunque pertenezca ya al conjunto sonoro general de Andalucía, contiene los ecos antiguos de la infancia de Falla, lo mismo que ocurre con ciertos giros del «Polo», abierto y salino en este caso.
 
Cádiz se manifiesta abiertamente en la primera versión del Amor brujo, donde el cuadro primero se desarrolla en una cueva de gitanos cerca del mar. Según el libreto de María Lejárraga y la voluntad del propio músico, el paisaje es gaditano y el discurso sonoro es el que verdaderamente conduce la acción dramática. Falla intenta reproducir el rumoroso son de las olas en la escena inmediata a la «Introducción». Para ello, el compositor utiliza el material del «Nocturno de Cádiz», pieza inexistente y destinada en un primer momento a formar parte de sus proyectados «Nocturnos para piano y orquesta», que acabarían convirtiéndose en Noches en los jardines de España, pero sin Cádiz en la versión final (1909-1916). El oleaje se siente en esta versión de El amor brujo, de la misma manera que también se deja oír en una de las obras posteriores, aparentemente “castellana”, alejada de la tradición andaluza, y cercana a un lenguaje más actualizado, como el Concerto para clave y cinco instrumentos (1923-1926), sobre todo en el segundo movimiento, arpegiado y regular.
    
El otro Falla, el que se adentra por los caminos de la tradición polifónica sin renunciar al lenguaje de su tiempo, también escarba en su educación sentimental al componer, de la mano de Cervantes, El retablo de maese Pedro (1919-1923). En el tejido tímbrico de los instrumentos de madera parece resonar un entramado de oboe, clarinete y fagot, propio de las cofradías de penitencia de la Semana Santa gaditana, aunque algunos críticos lo achaquen al impacto que el propio Falla sufrió cuando presenció la procesión del Corpus en Sevilla, acompañado por García Lorca. También, en varios pasajes retumba una algarabía, que bien podría provenir del acentuado ritmo del antiguo carnaval gaditano, del que Falla fue testigo y buen oidor.
    
Y un final inacabado como Atlántida, ambicioso proyecto que comenzó en 1927 y que el músico no llegó a ponerle fin: una cantata escénica, basada en el poema en catalán de Jacinto Verdaguer, pero construida sobre el mito de una civilización perdida, subyacente en el fondo del océano y la memoria de los hombres. Allí se canta a Barcelona, pero también a Gerión, y se evoca la llegada de Alcides a Gades: testamento de un hombre universal, dedicado personalmente a Cádiz en el pórtico de la partitura, como cierre de un círculo espiritual, estrechamente vinculado al origen de Manuel de Falla.

 

José Ramón Ripoll

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