Notas al programa. Danzas, rituales, fuego: conjuros para un nuevo siglo

Julio García Vico © WDR

Manuel de Falla
El amor brujo (1925)

Aunque escrito más de cien años antes que la obra de Iluminada Pérez Frutos, El amor brujo presenta algunos hilos de conexión con I Suoni dei Corpi Celesti. Al fin y al cabo, ambas propuestas surgen con afán multidisciplinar, entendidas como intersección entre diferentes artes, y ambas inauguran una nueva forma de modernidad musical.

En origen, El amor brujo nace como fruto de la colaboración entre Manuel de Falla y el matrimonio de dramaturgos integrado por Gregorio Martínez Sierra y María Lejárraga, tras su reencuentro en Madrid marcado por el estallido de la Primera Guerra Mundial. Martínez Sierra, empresario teatral y director de una compañía dramática, se encargó del montaje escénico de la obra, en la que conviven a partes iguales tradición y modernidad, alta cultura y elementos del teatro comercial. María Lejárraga, por su parte, escondida siempre tras la firma de su marido (pues, como bien se ha demostrado, era ella quien realmente escribía las obras que dieron fama a la pareja), fue la verdadera autora del libreto, cuyo argumento resumía la escritora así: «Una gitana enamorada y no demasiado bien correspondida acude a sus artes de magia, hechicería o brujería, como quiera llamarse, para ablandar el corazón del ingrato, y lo logra, después de una noche de encantamientos, conjuros, recitaciones misteriosas y danzas más o menos rituales, a la hora del amanecer, cuando la aurora despierta al amor que, ignorándose a sí mismo, dormitaba».

Ciertamente, esta trama tan simplificada contenía todos los ingredientes necesarios para la realización de una propuesta escénica sin precedentes en el teatro español, destinada a servir como atractivo fin de fiesta para una sesión ordinaria en un teatro de comedias. En ese «fin de fiesta», la célebre bailaora Pastora Imperio –cupletista de una «feminidad retadora y robusta»–, actuó como verdadera protagonista e inspiradora de la obra, pues recitaba, cantaba y ejecutaba varios números de danza en una suerte de espectáculo dramático-musical que los autores bautizaron con el sugestivo nombre de «gitanería».

Bajo esta primera forma, El amor brujo fue estrenado el 15 de abril de 1915 en el Teatro Lara de Madrid, con decorados y trajes de Néstor Martín-Fernández de la Torre. Sobre el escenario intervinieron, además de Pastora Imperio, varios gitanos pertenecientes a su familia, como Agustina Escudero Heredia (una bailaora de gran belleza, que sirvió de modelo a pintores como Zuloaga) y su hija María Albaicín, quien años más tarde colaboraría con la famosa compañía de los Ballets Russes.

Pese a contadas excepciones, la primera recepción de la obra estuvo marcada por la hostilidad de la prensa y el público. Al día siguiente del estreno, El Parlamentario la definía como «una cosa lúgubremente atormentadora», sin «nada de raza bravía» y que «ni aun siquiera llega a producirnos el escalofrío de la emoción», mientras que Pedro Navarro en el diario España Nueva confirmaba la «gran decepción» de los asistentes. Por lo que respecta a la música, en general las valoraciones fueron positivas, aunque no faltaron quienes se dejaron llevar por la incomprensión, la duda o la frialdad en sus comentarios. Por ejemplo, en el Diario Universal Alejandro Miquis concluía que Falla «está llamado a mayores empresas, y será lástima que emplee su tiempo únicamente en esas obras menores»; y en la Revista Musical Hispano-Americana, el compositor y musicólogo Eduardo López Chavarri (quien pocos años después sería gran admirador y amigo de Falla) acusaba «cierta monotonía» en la composición.

Pero, ¿a qué obedecieron esas reticencias ante una obra que hoy es unánimemente aplaudida, y que ha pasado a formar parte por justicia del canon occidental? Podemos cifrar los motivos en dos. De una parte, sorprendió sobremanera el uso tan directo y literal que Falla había hecho del flamenco y del elemento racial gitano, al igual que luego haría Lorca en su Romancero. No en vano, durante la gestación de El amor brujo, el músico pasó largas horas en compañía de Pastora Imperio y de su madre, la también bailaora y cantaora Rosario Monje «la Mejorana», célebre entre otras cosas por haber sido la primera mujer en levantar los brazos en el baile flamenco. Libreta y lápiz en mano, Falla les pedía una y otra vez que cantaran para él soleares, seguiriyas, polos y martinetes, cuya esencia trató luego de reflejar en su obra. Esto explica las declaraciones del músico publicadas en el diario La Patria pocas horas antes de la primera representación: «La obra es eminentemente gitana. [...] En los cuarenta minutos que aproximadamente dura la obra, he procurado "vivirla" en gitano, sentirla hondamente, y no he empleado otros elementos que aquéllos que he creído expresan el alma de la raza».

En segundo lugar, Falla integró esas fuentes populares en un contexto musical que se aleja voluntariamente de la práctica común, y que vincula la obra al lenguaje primitivista stravinskiano, marcado por el uso de superposiciones tonales, ostinatos rítmicos, melodías hipnóticas o nuevas soluciones instrumentales que buscan la aridez del timbre. De esta confluencia entre la tradición y la vanguardia surgió el lenguaje neopopularista, que tanta fortuna tuvo en la música española durante las décadas siguientes.

Pero la «gitanería» presentaba un problema añadido: estaba excesivamente supeditada a los caprichos de Pastora Imperio, por aquel entonces la única artista capaz de recitar, cantar y bailar en el requerido estilo flamenco. Consciente de esta traba, Falla retomó la partitura poco después de su estreno y siguió trabajando sobre ella. Entre 1915 y 1925 realizó nueve versiones diferentes, desde un arreglo para sexteto hasta adaptaciones varias para diferentes agrupaciones instrumentales, pasando por una nueva traslación a la escena en forma de ballet. En esta ocasión, la Orquesta Ciudad de Granada nos ofrece la versión para orquesta concluida en 1925 como suite del ballet, posiblemente la obra más interpretada de Manuel de Falla, capaz de adaptarse a nuevos usos, significados y espacios, y de encarnar durante más de cien años la identidad musical española.

Elena Torres Clemente

 

Iluminada Pérez Frutos
I Suoni Dei Corpi Celesti

  “El soplo del viento adora el sonido”
                                           Pitágoras
                                 

Todo concierto que incluye un estreno mundial tiene un extra de valor histórico, por ello es de justicia comenzar este comentario con la mención de esta obra, "I Suoni dei Corpi Celesti", surgida como encargo de la Orquesta Ciudad de Granada y la Fundación SGAE.

Con la frase de Pitágoras abrimos las puertas hacia un nuevo planteamiento de concierto, donde la percepción de los sentidos y la figuración de los planetas son elementos que definen el pensamiento compositivo de esta obra. Con esta nueva apreciación sensitiva se pretende enlazar colores y música bajo la mirada atenta de unas imágenes, en un intento de adentrarse en el mundo de los sentimientos y emociones del espectador, planteándoselo como un concierto sinestésico.

A través de la música y utilizando los sentidos, nace una obra multidisciplinar conformada a partir de investigaciones sinestésicas (sensación o apreciación de un estímulo aplicado sobre un sentido y percibido a través de otro sentido diferente.), que ya esbocé en mi tesis doctoral, para adentrarse en un viaje imaginario y llegar a descubrir la sonoridad de los seis planetas propuestos por Kepler, en afelio, vinculados a sus diferentes colores, a través de una propuesta visual, que nos sugieren un auténtico cruce de referencias sensoriales, la remisión del sentido de lo sonoro al universo visual de los planetas, siendo una evocación de la antigua teoría de origen pitagórico, cuyas creencias mantenían al sol como un planeta (Mercurio, Venus, La Tierra, Marte, Júpiter, Saturno y el Sol).

“La armonía de las esferas” basada en la idea de que el universo está gobernado según proporciones numéricas armoniosas y que los sonidos que producía cada esfera se combinaban con los sonidos de las demás creando una sincronía sonora especial llamada “música de las esferas” que más tarde, en el siglo XVII, el astrónomo alemán Kepler desarrolló en su libro Harmonices Mundi (1690) donde además postuló que las velocidades angulares de cada planeta producían sonidos consonantes.

Asumida esta creencia, escribió seis melodías; cada una correspondía a un planeta diferente.

Representó la velocidad angular de cada astro en un pentagrama musical. La nota más baja correspondía al caso más alejado del sol y la más alta al más cercano y la relación entre los pares de velocidades angulares es
muy cercana a la que define estos intervalos musicales. Kepler llegó a considerar, como muchos otros antes que él, que los planetas al moverse en el aire producirían un sonido, al igual que lo hacían las cuerdas de un
instrumento musical al ser movidas por el viento y este sonido sería armonioso.

Francis López se encargará de desarrollar la parte visual a través de video proyecciones creadas a partir de la interpretación individual de cada pieza musical. Planetas, estrellas, nebulosas y atmósferas espaciales acompañarán cada nota en perfecta sincronía. El uso además de recursos y efectos visuales reactivos, conseguirán en el espectador una bella experiencia multisensorial difícil de olvidar.

Así pues, mi objetivo ha sido y será ampliar la música a todo el universo de sentidos y emociones.

Esta obra está dedicada al personal sanitario y Fuerzas y Cuerpos de Seguridad de España.

Iluminada Pérez Frutos

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