De lunes a viernes: de 10 a 14 h. y de 18 a 21 h. (Cerrado lunes por la tarde)
Sábado, domigo y festivos: de 12 a 14 h. y de 19 a 21 h.
Precio
Entrada libre y gratuita
Prólogo: Exposición "Sal para la palabra" de Lola Montero, por Julián Laminar.
Laberintos de luz
Existen diferentes luces en un cuadro y en sus alrededores. La luz que lo envuelve, desde la penumbra de las iglesias hasta la luz científica de los museos, la propia luz de la escena que ese cuadro representa o crea (velas y espejos de Georges de La Tour, fantasías cromáticas de Turner, luz descompuesta de los impresionistas…) y la que lleva consigo la pintura como materia. Pero la física de la luz admite también una metafísica, y de ella no está lejos la frase de Leonardo: “Mirad la luz y admirad su perfección. Cerrad los ojos y observad: lo que habéis visto ya no existe; lo que veréis no existe todavía”.
Desde la antigüedad se han escrito numerosos tratados sobre el color, la óptica, los mecanismos de la percepción visual, la relación de los colores con los sentimientos y con las diversas culturas, pero lo decisivo, lo que sigue dando sentido al oficio de pintar, es el encuentro de la mirada del espectador con la mirada del artista, que queda siempre agazapada en su obra, detrás de los trazos, las líneas, los colores.
A ese encuentro nos invitan estos cuadros de Lola Montero, pintora de una amplia trayectoria que ha aplicado su mirada atenta a muy diversas realidades: paisajes urbanos en los que siempre la intención de transmitir una idea cabal de la ciudad ha prevalecido sobre la postal consabida, el mundo cerrado de las bodegas sanluqueñas que nos llega en sus sombríos interiores y en los detalles de las puertas y en los grafismos que las identifican, además de esa piedra de toque que, igual que el soneto para los poetas, es para los pintores el retrato.
No es nuevo en su pintura el tema gaditano, como demuestran varias exposiciones: Arribando Cádiz (2005), Con nueva luz (2010), Bajamar sincrética (2012) y la serie de grabados de la carpeta El Trocadero (2012), que ya indicaba su interés por un tipo de paisaje muy particular.
Un paso más allá y tenemos el doble descubrimiento de las salinas: las descubre y nos las descubre en la exposición Horizontes de sal (2014), un muy personal acercamiento a un territorio singular y tan cercano, un paisaje abierto que muestra la alianza entre el agua del mar y la fuerza de la luz con un propósito concreto: la extracción de la sal. Se trata, por tanto, de una naturaleza domesticada, en la que interviene de modo decisivo la mano del hombre, que a través de los siglos ha desarrollado una técnica aparentemente sencilla pero complicada en sus distintas labores y con un vocabulario muy preciso (caño, estero, vueltas de pajarillo, vueltas de retenidas, lucio, ojal…). También las salinas, tanto las escasas que aún siguen en funcionamiento como los restos de las que pertenecen al abandono y a la ruina, son muestras de una forma de vida que ya es materia de la etnografía.
En ellas se hace presente la acción de la Naturaleza: las mareas, el sol, el viento y la lluvia, los sonidos del mar y de los pájaros. Pero las salinas constituyen un ecosistema que pervive gracias al trabajo del hombre, y por eso en bastantes de estos cuadros se hace patente su presencia, más lejana que actual, en esos edificios abandonados con las sombras del misterio, en los distintos volúmenes y estructuras de las casas de los salineros, de los molinos, de los casetones para los aperos, manchas de distintos colores, líneas verticales que compensan la horizontalidad y los espacios abiertos. A lo lejos, difusa y horizontal, se adivina la ciudad.
“Tengo que vivir lo que pinto” confiesa la pintora. Ahí están sus continuas visitas al territorio elegido, y en ellas lo que prevalece es la percepción directa, el trazo alegre del dibujo en los cuadernos. Porque Lola Montero es mujer de cuadernos: “En los cuadernos apunto, investigo, leo.” En ellos quedan escritas, en palabras y líneas y colores, vivencias fugitivas, nombres de lugares, experiencias gastronómicas, proyectos, e incluso las incertidumbres y los retos que todo artista consciente se plantea alguna vez, por más seguro que esté de su quehacer. Testimonios de esa inmediatez son el dibujo y la acuarela que, en ocasiones, al usar esa misma agua que se pinta, contiene microscópicos cristales de sal que dan textura nueva al resultado.
Pintora de trazo ágil, de rapidez en la ejecución, tras esa aparente espontaneidad se esconde mucha reflexión. Basta con pasar las páginas de sus cuadernos y ver la enunciación de proyectos, de posibles temas, el tamaño elegido para los cuadros futuros, dibujos logrados, simples tanteos… Los cuadernos como un diario de trabajo, como una preparación para la obra que también acaba convirtiéndose en obra.
Uno de los pintores favoritos de Lola es Caspar David Friedrich, máximo representante de un romanticismo alegórico. No es de extrañar, pues, que en sus notas ella hable de “paisajes sublimes” y de “extraño sosiego”, del “hombre adaptándose a la naturaleza”... Lola cambia las montañas alemanas y las nieblas románticas por varios lugares de la bahía de Cádiz y por los vientos de Levante y el fuerte sol que provocan una intensa evaporación del agua y el florecimiento de la sal.
Lola Montero siente la llamada “casi mística” de los paisajes salineros y nos habla de su horizontalidad casi sagrada. A vista de pájaro, las salinas semejan un laberinto que tuviera encerrado a un minotauro anfibio, pero Lola humaniza esa visión desde lo alto y las compara con los pulmones: bronquios, bronquiolos, alveolos… De eso se trata: del respirar como el modo primordial de fundirse con la naturaleza.
Un mundo tan rico no podía quedar completo en una exposición, por más que Lola nos adentrase ya en lo esencial. Ahora, cinco años más tarde, esta nueva muestra, Sal para la palabra, amplía ese mundo o, mejor dicho, profundiza en él, presentando trabajos de distinto formato. El que da título a la exposición es también el más reciente y el de mayor tamaño, un gran telón de fondo que nos sitúa en el escenario. Como contraste, algunos cuadros adoptan una medida casi de friso y en sus quince centímetros de altura despliegan paisajes, vegetación, edificios… En ellos el límite no es obstáculo sino acicate.
Un conjunto de pequeñas obras sobre cartón nos acerca su visión de la fauna, tan rica en este ámbito: aves solitarias o bandadas alineadas sobre los muros de los tajos pero también sus huellas en la arena; los huevos del chorlitejo y las bocas de los cangrejos pero también el cráneo de un animalillo como si fuera una vanitas ante un caño. Y el rastro humano: varias compuertas, una mesa para preparar el pescado de los esteros (Despesque)… Y los edificios ruinosos, las factorías, los viejos molinos, que claman contra su abandono: ¿Por qué me dejaste?
Aparte de los vestigios del hombre, lo que predomina es la constatación cíclica de los fenómenos naturales y así, con ecos del Eclesiastés, los cuadros van conjugando los diversos tiempos: de nacer, de crecer, de soñar, de amar, de morir. Títulos que, además, combinan sensaciones (Rumor, En el espejo, ¿Duermes?…), nombres de lugares (Tajos de Santa María), los contrastes entre luz y sombra (Pescando luces, Pescando sombras) que se dan en unos paisajes dominados por el azul (Esteros azules, Compuertas azules) y el ir y el venir de las mareas: vacío y plenitud.
En varias de las obras nuevas, la paleta se ha vuelto algo más oscura, algunas imágenes tienen un toque casi expresionista, se ha amortiguado un poco la plácida luminosidad de cuadros anteriores, pero Lola sigue cumpliendo la norma de Eugenio d’Ors: “El primer deber del paisajista es no formar parte del paisaje”.
El título de la exposición, Sal para la palabra, es una sucesión de aes, la vocal más abierta. En su famoso soneto de las vocales, Rimbaud le adjudicaba el color negro pero en estos cuadros la a se abre a la luz, el golfo de sombras se convierte en golfo de luces.
En una de sus extravagantes metáforas, Lezama Lima definía la poesía como “Un caracol nocturno en un rectángulo de agua”. Muchos rectángulos de agua tienen las salinas y esos rectángulos también recuerdan los cuadrados de las cajas de acuarelas, tanto los que contienen los colores como los que permiten que se diluyan y se mezclen. Poesía y color unidos que en estas obras de Lola Montero saben entregarnos lo natural con artificio y convertir el instante en intemporal.
Julián Laminar
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