Tiempo entrañable el que se avecina. Tiempo en el que cada cantillanero mira hacia su interior  para  buscar  en  rincones,  las  más  de  las  veces  inaccesibles  de  su  memoria, retazos de otras primaveras vividas o tal vez soñadas: calles de piedra, paredes blancas de  cal  y  reverberantes  de  luz,  silencio  en  los  anocheceres,  o  bullicio  de  la  chiquillería entonces tan numerosa en las primeras horas de la tarde. Olor a azahar de los naranjos de  las  viñas  y  ecos  profundos  del  doblar  de  las  campanas.  Nuestros  sentimientos afloran y esa corteza que nos endurece con el paso de los años se vuelve quebradiza, se agrieta, se rompe... Nos volvemos más livianos, más dóciles, más sencillos, “dejad que los niños se acerquen a mí”.

El terreno está abonado para que Dios entre en nuestra vida y la transforme, para que la espera se convierta en esperanza, la turbación en fe y la indolencia en amor.