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Por Guadalupe Jover *

En las últimas décadas se está consolidando en las aulas el establecimiento de una doble vía de lo que entendemos por lectura literaria: por una parte, el corpus de siempre, integrado por los textos más relevantes de la historia literaria nacional, recopilados siquiera de manera antológica en los índices de los manuales escolares; por otra, la incorporación ya definitiva a las aulas de la literatura infantil y juvenil contemporánea, cuyos títulos se concentran en los catálogos de diversas editoriales y en las listas de lecturas propuestas en colegios e institutos.

Dos corpus que coexisten absolutamente disociados, como disociados están también los modos de lectura a que se orientan y las rutinas pedagógicas que los acompañan. Los textos de la historia literaria nacional son, las más de las veces, analizados, comentados e interpretados por el docente. Los de la literatura infantil y juvenil, reservados para la lectura autónoma por parte del alumnado, se proyectan luego, en el peor de los casos, en un control de lectura; en el mejor, en un coloquio en el aula.

Pero la realidad es que una cara y otra de la literatura se presentan al alumnado como netamente yuxtapuestas, y cada una de ellas encarna uno de los dos polos que la educación literaria debería tratar de conciliar: la lectura apasionada, la proyección personal, la apropiación espontánea, de un lado; la lectura racional, distanciada, crítica, de otro. La lectura a secas puede conformarse con poner en juego solo una de estas dos dimensiones; la educación literaria, no.

La educación literaria debiera fundamentarse en un ir y venir entre ambas formas de lectura: por ello debiera procurar textos, contextos y herramientas que ayuden a acercar lo que está lejos (lejos en el espacio o en el tiempo, en los temas abordados o en las estructuras narrativas manejadas, en los conflictos planteados o los procedimientos retóricos empleados). Pero la educación literaria, creemos, debe procurar también textos, contextos y herramientas que ayuden a alejar lo que está cerca (y mirar, por ejemplo, Harry Potter a través de otros prismas, lo que a buen seguro no matará la devoción de sus incondicionales, sino que estimulará su incursión por los en otros casos intrincados laberintos de la metaficción).

Lo que denominamos “lectura literaria” debiera caracterizarse por un complejo equilibrio entre la identificación y la distancia, entre la inmersión “vivencial” y la capacidad de mirar desde lejos y desde ángulos diversos. Flaco favor hacemos por tanto a los adolescentes si una línea y otra no se fecundan recíprocamente, si no hacemos de ellas vasos comunicantes.

Porque, ¿qué representación mental tienen los adolescentes de la literatura? Para ellos la palabra “literatura” lleva tres sellos indelebles: en primer lugar el del docente, que selecciona los textos que se leen en las clases; en segundo lugar el de los soportes materiales en que estos textos se presentan (fotocopias, manual escolar, etc.), que hacen de la lectura literaria una tarea claramente académica; y en tercer lugar el del propio contexto escolar con sus espacios y tiempos (aulas de 40 metros cuadrados con pupitres y sillas no siempre confortables; clases abiertas y cerradas por sonoros timbrazos cada 50 o 55 minutos), sus modos de lectura, sus instrumentos de evaluación. De hecho, la representación que los adolescentes tienen de la literatura está tan fuertemente subordinada a estos factores, que con cierta frecuencia escuchamos en su boca afirmaciones del tipo: “a mí me gusta leer, pero odio la literatura”. (1)

Usos escolares y usos sociales de la lectura permanecen, por tanto, fuertemente disociados y corren el riesgo de ser absolutamente impermeables los unos para los otros. De ser así, la educación literaria habrá fracasado en sus objetivos, pues si algún sentido tiene es el de influir en las lecturas (en el qué y el cómo)  que chicos y chicas harán más allá de los muros escolares. Si no corregimos esta tendencia que amenaza con fosilizarse, niños y niñas tal vez sigan leyendo hasta los trece o catorce años, pero cuando salgan a los 18 de ese oscuro túnel de desafección lectora que señalan todas las encuestas, la literatura infantil y juvenil se les habrá quedado chica y no tendrán otro mapa en la mano que el de la lista de best sellers ni más argumento para valorar una obra que el de “me engancha” o “no me engancha”, por legítimo que este sea.

 

Sitio web de la constelación Frente a la adversidad

Por eso no concebimos un proyecto de educación literaria que se desarrolle al margen de la biblioteca escolar. Es de ella de donde nace y es en ella en donde debe desembocar. La biblioteca escolar es la instancia intermedia entre unas formas de lectura y otras, y es la única -la única- que puede tender pasarelas entre ambas hasta hacerlas confluir. Si no hay un ir y venir constante entre la biblioteca y el aula, el aula y la biblioteca, algo está fallando. Si tabiques invisibles separan las experiencias lectoras que suceden en uno y otro espacio, algo está fallando. Si lo recogido en las clases de literatura no obliga a un constante crecimiento de los fondos, no se traduce en un volumen mayor de  préstamos, no influye en una mayor exigencia de lo que demandan los jóvenes lectores, algo está fallando. Y si lo que voluntariamente se toma de la biblioteca para la lectura libre y autónoma no experimenta cambios en el placer estético que reporta, en la calidad y el espesor de las interpretaciones a que da lugar, algo está fallando.

La biblioteca escolar es también una instancia indispensable a la hora de establecer puentes entre la literatura y las artes, entre el arte y otras formas de conocimiento. La educación del siglo XXI será transdisciplinar o no será, y en este aún hoy novedoso engranaje la biblioteca es el marco imprescindible. No lo perdamos de vista.

Una posible salida al impasse que dibujábamos líneas arriba es el de forzar la ampliación del corpus -basta con abrirlo más allá de las fronteras nacionales para encontrar clásicos al alcance de todas las edades y todas las capacidades- y en reducir, al mismo tiempo, el itinerario de lectura propuesto para cada curso. Si el primero -el corpus- lo fija la institución (la Administración educativa, encargada de seleccionar lo que la sociedad considera digno de ser transmitido), el segundo -el itinerario- han de diseñarlo docentes y estudiantes en función de un montón de variables a las que no deben ser ajenos sus gustos e intereses. Estos tres vértices -la institución escolar, que fija el corpus a través de los programas; el docente, que ha de creerse lo que hace para poder contagiar entusiasmo por la lectura, y los estudiantes, que han de estar en condiciones de entrar en diálogo con los textos y en condiciones también de disfrutarlos- son interdependientes e imprescindibles. No podemos dejar que ninguno de ellos se imponga al resto.

Tenemos por delante, por tanto, un doble reto:

* Reclamar, si es que lo consideramos oportuno, la apertura del canon literario de la escuela: un canon que debiera ser abierto y flexible, y en el que a buen seguro no costaría tanto ponerse de acuerdo. Un canon en el que habrá al fin clásicos que sí conectan con el horizonte de expectativas de los adolescentes, que sí admiten -como las películas de Hitchcock- una doble lectura: la absorta y la reflexiva; la placentera y la analítica. Son esos libros cuya mera lectura contribuye decisivamente a desarrollar la competencia literaria de los más jóvenes. Pero para ello, lo hemos dicho ya muchas veces, hay que abrir el canon más allá de las fronteras nacionales.

* Apostar por el diseño de itinerarios de lectura que combinen el respeto a los lectores a que van destinados -las necesidades adolescentes de reconocerse en los textos que leen, por ejemplo- con la responsabilidad escolar de contribuir a su educación literaria, de brindar todos aquellos saberes y desarrollar todas aquellas estrategias que puedan ayudar no solo a salvar dificultades de lectura sino a construir una interpretación lo más sólida posible. Para ello hace falta, bien lo sabemos, un buen conocimiento de corrientes ideológicas, culturales y artísticas; de géneros, subgéneros, procedimientos retóricos; de un buen repertorio de “escenarios intertextuales” que permita calibrar en cada caso cuanto de originalidad y subversión encierra una obra. Pero no podemos pretender suministrarlo todo a la vez. Secuenciemos estos aprendizajes de manera que no lleguen nunca a ahogar el placer de la lectura, sino que ayuden a prolongarlo en el tiempo.

En tanto llegamos a la legitimación de otras rutinas pedagógicas, bueno será que vayamos compartiendo las que, de manera inevitable, llevamos adelante en las aulas. En ocasiones los programas oficiales no nos permiten mucho margen de maniobra; en otras, basta leer los currículos para convencernos de que es mucho aún lo que podemos explorar sin apartarnos de ellos. Quizá podamos empezar por ahí, al menos mientras ello sea posible.

Lo que se presenta a continuación es una secuencia didáctica orientada a las aulas del último curso de secundaria con la pretensión de contribuir a la educación literaria de quienes están a punto de acabar su educación obligatoria. Quienes firmamos este trabajo, docentes en distintos institutos de la Sierra de Guadarrama (Madrid), quisiéramos difundirlo entre cuantos estimen que pueden encontrar en él algo aprovechable. No renunciamos a tratar de dibujar un posible horizonte hacia el que caminar juntos, pero sabemos también que eso habrá de hacerse paso a paso y siempre desde propuestas concretas.

Con esa doble voluntad compartimos una posible itinerario de lecturas, integrado por obras muy diversas a las que une un vínculo común: todas abordan el tema de la adversidad a la que ha de enfrentarse el ser humano. Son obras todas ellas de indudable calidad literaria, y aptas al mismo tiempo para los ojos de un adolescente. Pero más allá del hilo temático que dibuja los perfiles de esta nueva constelación, su tratamiento didáctico está orientado a profundizar en el arte de la ficción, en todo aquello que contribuye a dar espesor artístico a una novela o un relato. Porque lo que perseguimos es, en definitiva, ofrecer textos y contextos que favorezcan la educación ética y estética de los adolescentes, que les ayuden  a ir un poco más lejos de donde ya están.

La constelación titulada Frente a la adversidad se encuentra disponible en esta dirección: https://sites.google.com/site/frentealaadversidad/.

 

 

NOTAS:

1: Algunas de las reflexiones que anteceden las encontramos también en un libro de gran interés para conocer el debate que está teniendo lugar en los países francófonos en torno a la educación literaria: DUFAYS, J.-L., GEMENNE, L.; LEDUR. D. (2005) Pour une lecture littéraire. Histoire, théories, pistes pour la classe. Bruselas. De Boeck. 2009.

 

 

*Guadalupe Jover es profesora de lengua castellana y literatura en el IES María Guerrero de Collado Villaba
y coordinadora de la constelación Sentirse raro. Miradas sobre la adolescencia."

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