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Carta del dibujante
Aún no era un grumete cuando contemplaba arribar fascinado al puerto de Cádiz aquellas
expediciones científicas que al modo de la de Malaspina, traían consigo de tierras lejanas,
además de plantas y frutos desconocidos, bellísimas láminas, mapas y nuevas cartografías.
Así que cuando me propusieron embarcar como dibujante de a bordo en una nueva expedi-
ción organizada no dudé un instante en decir que sí. Recuerdo la ilusión contenida de los preparativos, la planificación,
el bullicio del puerto en el embarque de pertrechos y víveres mientras iban subiendo a bordo los más contrastados
hidrógrafos, naturalistas y botánicos que nos acompañaban en el viaje.
Comencé con entusiasmo mi tarea de trasladar al papel cuanto conocimiento se iba hallando en nuestra singladura.
Día a día fui recopilando gran cantidad de dibujos, croquis y bocetos, que fueron dando forma a los diferentes estu-
dios, mediciones y trabajos de campo. Fue costumbre cada cierto tiempo departir en el jardín de popa para catalogar
los nuevos hallazgos y contrastar los datos de anteriores expediciones. Varios toques de campana nos daban en estos
animosos debates de ideas y experiencias.
No pocos riesgos supone una aventura de esta índole. Nuestra Señora del Rosario y la pericia del capitán nos libró en
toda la travesía de infortunios y naufragios. A veces, la ausencia de vientos nos hacía pasar largas temporadas sin poder
tocar tierra ni avituallarnos. Al trabajo sofocante se unía la dura ración de galletas con gorgojos y guisantes secos.
Sentado en el bauprés pensaba en mi mujer y mis hijos esperando en un lejano puerto. Mas todo esto se olvidaba en el
instante en que un viento favorable de popa hinchaba las velas, se tensaban las jarcias y el navío rompía el azul oceáni-
co para proseguir veloz su rumbo.
Así recorrimos islas, puertos y ensenadas hasta retornar a Cádiz en 1810. Una escuadra inglesa, ahora amiga, nos deja
paso y nos informa de los graves sucesos ocurridos desde nuestra partida. Entregamos el testimonio de nuestro viaje
esperanzados de que la luz del conocimiento y el viento de la libertad resistan los embates del temporal de estos tiem-
pos, y a esta causa, amigo Sancho, “se puede y se debe aventurar la vida”.
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Arturo Redondo Paz