Entre la nieve y el trigo, así se nos presenta la ciudad de las tres colinas, de los dos ríos (se olvidaron de
uno los poetas), de las decenas de fuentes y campanarios, de las miles de acequias y surtidores y la del
embrujo infinito que subyuga a todo el que la contempla. Como lo hizo con el Emperador Carlos, en
su tiempo el hombre más poderoso del mundo, que quiso hacer de ella su joya más preciada y mandó
construir un palacio, su palacio, junto al de los reyes anteriores, señal de reconocimiento hacia una ciudad
y una cultura que había alcanzado unas metas lejos de lo que era común en las ciudades cristianas.
Lo que pudo ser, no fue. La incorporación amistosa de la cultura de los nuevos señores a una ciudad
ya hecha, sustentada en gran parte sobre un sabio y profundo conocimiento de la gestión del agua, se
interrumpió bruscamente. Lo que fue un sueño imperial se trocó en pesadilla, con la expulsión de hasta
un tercio de sus habitantes, precisamente los descendientes de aquellos que habían hecho posible la
ciudad. Esta queda aletargada y con su economía maltrecha y debe inventarse de nuevo poblando sus
calles y comercios medio vacíos y recuperando la Vega que, de repente, se había quedado sin labriegos.
Pero el saber se impone y los nuevos pobladores han de admitir el ajustado funcionamiento de las
acequias, lo acertado de las normas de explotación que pasan de este modo sin reformas dignas de
mención, superando prejuicios y recelos a sus usos y costumbres.
Granada, asentada en el territorio, dominadora de la sierra que le ofrece permanente contrapunto, se
sabe imperial. No porque lo diga Carlos V, sino por su depurado aprovechamiento de los recursos y
posibilidades que le ha dado la naturaleza que seguirán siendo admirados y reconocidos con el paso de
los años. Con el orgullo que le proporciona haberse sentido grande, desde la distancia, como el vuelo de
las águilas, la ciudad del agua contempla el discurrir de las vidas de sus habitantes.
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] A GU A , T E R R I T O R I O Y C I U D A D