Que los astros nos sean propicios

Detrás de la música está el número. Resulta indudable. Un arte hecho de la creación de ondas que vibran en unas condiciones que las hacen aptas para ser percibidas por el oído humano depende en última instancia de la física del sonido, reducible a proporciones matemáticas. Desde los maestros del subtilior, allá por el siglo XIV, muchos compositores pasaron de la conciencia de esta realidad a juguetear con ella, planteando todo tipo de enigmas ocultos bajo apariencias inocentes.

A partir de los trabajos de algunos musicólogos, se ha atribuido a Bach su afición por este tipo de hermetismo, consistente en referirse a realidades extramusicales a partir de determinados juegos que se planteaban en buena medida atribuyendo valores numéricos a las letras de la notación musical germánica (A=1, B=2, etc.). La cábala hebraica, puesta de moda en Alemania desde al menos mediados del siglo XVI, estaba supuestamente detrás de esta obsesión por el mensaje cifrado. Frente a esta visión, quedan las evidencias de Bach como un músico eminentemente práctico, que destacó ya su hijo Emanuel en su famosa Necrológica: “Nuestro difunto Bach no se dedicaba a profundas observaciones teóricas de la música”.

Queda la sensación de que en las impresionantes arquitecturas bachianas puede encontrarse casi lo que uno desee. Basta con despreciar el resto. Incluso en la música hecha para el puro divertimento de sus clientes podrían hallarse vestigios esotéricos. Preferimos sin embargo fijarnos en el rigor y la regularidad de la forma, así como en el enriquecimiento de las texturas con los que Bach adoptó la forma del concerto ritornello de Vivaldi. Primero en Cöthen, donde debió de escribir decenas de ellos para el disfrute de su patrón, el príncipe Leopold, y después en Leipzig, como director del Collegium Musicum, y para otro tipo de clientes, los habituales de las actuaciones musicales que se ofrecían en el Café Zimmermann, para quienes adaptó muchos de aquellos conciertos nacidos casi dos décadas atrás.

Los conciertos para violín son, junto a los de Brandemburgo, los únicos que han sobrevivido en su forma original (la de Cöthen). El Concierto en mi mayor BWV 1042 es un buen ejemplo del modelo de concerto ritornello más habitual del Barroco, ese que se abría con un tiempo en forma tripartita, mientras que para el final recurre a un típico rondó con evidentes reminiscencias de danza. Era el tiempo lento central, aquí un Adagio, el reservado para el más inspirado lirismo melódico del solista, que se apoya en un acompañamiento de texturas más simples en un ritmo casi de ostinato.

El Concierto en re menor BWV 1052 procede posiblemente de un concierto para violín perdido. Bach utilizó con frecuencia ese material, ya que aparece también, con el órgano en función concertante, en las cantatas BWV 146 y BWV 188 (ambas posiblemente de 1728). En su versión final para clave, domina el vigor de los tiempos extremos, el virtuosismo del solista (retado con una amplia cadencia en el primer movimiento y con un largo recitativo, lleno de inflexiones y adornos, en el Adagio) y la riqueza textural del acompañamiento.

En los conciertos Zimmermann Bach solía ofrecer música no sólo propia, sino también de otros compositores de su época, entre ellos algunos familiares, como su primo de Erfurt Johann Bernhard Bach, con el que tuvo relación amistosa toda su vida. Como su primo, Bernhard adoptó el estilo francés de la suite en el formato que más éxito tuvo en toda Alemania, el orquestal, en el que era habitual la inclusión de rasgos de otros estilos. La escrita en la tonalidad de sol menor es una especie de híbrido entre suite y concierto para violín, que se aprecia ya en la obertura a la francesa de arranque, que se abre con la pomposa entrada en ritmos apuntillados característica del género, aunque lo que luego sigue no adquiere la forma estricta de la fuga (como era normativo), sino la del concierto, por más que no falten pasajes polifónicos en imitación. Le sigue un aria que recuerda a la famosísima de la Suite en re mayor de Sebastian en cuanto se sostiene en la melodía que desarrolla el violín solista sobre un bajo repetido. El rondeau también recuerda al que el primo Sebastian escribió para su Suite en si menor, con el tema principal tocado por el conjunto y los pasajes intermedios por el solista (en el caso de Sebastian, recuerden, era una flauta). El loure, escrito en un ritmo de 3/2, presenta una típica estructura binaria con una sección de carácter concertante, en la que el violín se distrae con todo tipo de arabescos. Una ligera fantasía y un passepied que repite la estructura del loure (binario, con la segunda sección concertante) terminan por dar a la obra su carácter en esencia galante, tan de moda en la década de 1730, cuando Sebastian la programó en Leipzig.

Propitia Sydera, esto es, Astros propicios. Así tituló Georg Muffat el último de sus doce concerti grossi publicados en Passau en 1701. El compositor, nacido en Alsacia de una familia escocesa, se había formado en París, antes de marchar dos años a Roma (1681-82) para estudiar con Pasquini. Allí también conoció a Corelli, a quien enseguida dedicó sus famosas sonatas del Armonico tributo. La huella de los conciertos de Corelli acompañaría a Muffat toda la vida, hasta que finalmente decidió publicar una colección en la que reutilizó mucha música de las sonatas dedicadas a Corelli y en cuyo Preámbulo deja todo tipo de detalles sobre su origen, incluidas las fechas de escritura de cada obra. Sabemos por él que Propitia sydera fue escrito en Roma y Salzburgo entre 1682 y 1689.

Se trata de una imponente obra orquestal con un concertino clásico, salido de la sonata en trío (dos violines y un violonchelo, con su propio bajo continuo) y un grosso en cinco partes, con dos de viola, como era típico de la orquesta francesa. Muffat mezcla movimientos característicos de la sonata da chiesa con otros de la sonata da camera (esto es, números de danza). La Sonata de apertura tiene una introducción Grave, en la que el concertino toca al unísono con el grosso, seguida de un Allegro con repetición. El Aria está en forma binaria y resulta de naturaleza plenamente orquestal, lo que contrasta con el inicio de la ágil Gavota, en la que los ocho primeros compases están dedicados al concertino en solitario. Sigue otro Grave orquestal de enlace, tan típico de las sonatas da chiesa, antes de la irrupción de una monumental Chacona de 301 compases que es básicamente la misma que cerraba la Sonata V del Armonico tributo. Muffat la arregla aquí para establecer las alternancias concertantes del género, pero mantiene la tonalidad de sol mayor, las 25 variaciones sobre el bajo y los frecuentes cambios de tempo, con un final en Adagio en el que el ritmo con puntillo se ve enriquecido por ornamentales tresillos en los primeros violines de concertino y grosso. Sin embargo, esta vez la chacona no termina la obra, sino que la cierra una danza rápida de carácter rústico.

Para poner título a su concierto, Muffat posiblemente pensó en la armonía de las esferas, una concepción abstracta, de origen pitagórico, en la que el número se hacía fundamento vital de la música. Si las revoluciones de los cuerpos celestes están regidas por los mismos principios que la música, hagámosla sonar para satisfacción de la armonía universal, y que, en tiempos de tribulaciones como los que vivimos, los astros nos sean propicios.


Pablo J. Vayón

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