La muerte de Claude Debussy silenció al mundo musical. Incluso París, la ciudad del desenfreno más acelerado, de los clubes nocturnos con sabor a pipa de cáñamo y de las borrascas de opiáceos saliendo por ventanas y celosías, fue víctima de tal conmoción.
Manuel de Falla siempre mantuvo una relación especial con el genio francés. La devoción era mutua. Falla admiraba la forma en la que Debussy había entendido la esencia de la música española, nutriéndose única y exclusivamente de cuadros y lecturas, mientras que Debussy no dejaba de sorprenderse de la capacidad de Falla para transportar el exotismo popular al lenguaje de lo que en aquellos momentos seguía llamándose “Gran Música”. Para Falla, París fue un éxtasis artístico que, gracias a la compañía de Debussy, Ravel, Picasso o Stravinski, consiguió hacer del arte de vanguardias algo propio. Su Fanfare pour une fête parece augurar un futuro musical que ya se olisqueaba entre los dedos de Stravinski. Una pieza breve, de menos de un minuto y en donde las trompetas del Apocalipsis intuyen un sonido perdido pero enérgico. Suena a guerra entre los muros. Suena a su Granada querida en tiempos de Taifas. Es música de vencedores y vencidos, etérea pero solemne, que cala lluvias y desemboca en tempestades.
Algo del simbolismo de Mallarmé impregnó también en la mente curiosa de Falla al conocer a Debussy. Consiguió entender que el impresionismo, a diferencia del periodo romántico, posiciona al creador como un observador del cuadro metafórico y no como protagonista de una historia de fantasmas. Prélude à l'après midi d'un faune fue siempre un claro ejemplo de cómo la música evoca alma en vez de crear revuelo. Los versos simbolistas de Mallarmé se pintaron de notas y armonías, generando así una atmósfera onírica en la que el fauno se deja engatusar por la magia de ninfas y náyades. Lo neoclásico estaba a la vuelta de la esquina, y la década de los años veinte lo sabía.
Francis Poulenc descubrió en el barroco un mapa musical que le permitía transformar las salas de concierto en grandes veladas galantes estilo Versalles. Su Concert champêtre para clave y orquesta sigue la senda que ya marcaron Falla y Stravinski, no solo a nivel tonal sino también en la recuperación del clave barroco como instrumento solista. El clave se enfrenta a la orquesta. Parece echarle en cara todos aquellos años de soledad, de inconformismo. El piano ganó la batalla sonora y el clave quedó relegado hasta tal punto que tuvo que ceder parte de su repertorio al instrumento de las ochenta y ocho teclas. Y entonces Poulenc llamó a la gran heroína de esta historia: la clavecinista Wanda Landowska. La matriarca del clave no solo recuperó un instrumento que muchos daban por olvidado, sino que, además, junto con la fantasía musical de Poulenc, le hicieron un hueco en la composición de vanguardias. ¿Qué hay más exótico que un viaje al pasado? Un viaje al pasado de una realidad ficticia.
Eso es lo que pensó Maurice Ravel cuando compuso sus cinco piezas infantiles Ma mère l’oye. Cinco cuentos en forma de música que viajan a tierras lejanas, en las que la magia y la brujería dejan asombrados a niños que sueñan con poder volar. El jardín de las hadas, la bella durmiente, las aventuras de Pulgarcito o el increíble castillo de la Bella y la Bestia emanan de los sueños infantiles que un sutil Ravel pone en música gracias al buen arte de contar historias.
Nacho Castellanos
FICHA ARTÍSTICA
Orquesta Ciudad de Granada
Silvia Márquez, clave
Álvaro Albiach, director
PROGRAMA
Manuel de Falla (1876-1946)
Fanfare pour une fête
Claude Debussy (1862-1918)
Prélude à l'après midi d'un faune (arr. de Manuel de Falla)
Francis Poulenc (1899-1963)
Concert champêtre para clave y orquesta
Maurice Ravel (1875-1937)
Ma mère l’oye (Cinco piezas infantiles)
