Sostener los libros

  
J.J. Díaz Trillo - DT de Huelva

Esta mañana de viernes, 23 de abril de 2021, Día del Libro, miles de jóvenes estarán repasando con sus dedos la pantalla de un dispositivo electrónico en el que aparecen las páginas de un manual de aritmética, de un tratado de anatomía, de un ensayo histórico; o quizás, en una pizarra digital de cualquier aula, se abren las ventanas de una sencilla cartilla escolar, donde los niños y niñas, tocando, viendo, tal vez escuchando solos en su casa, aprenden a reconocer las primeras palabras escritas de su vida.

Aunque las hojas que pasen no sean de papel, ni subrayen en ellas —con lápiz, rotulador o bolígrafo— los conceptos principales que han de aprender y memorizar; aunque no vuelvan de nuevo a la ilustración sencilla de un animal, un fruto, un objeto, para colorearlos o identificarlos en la asociación portentosa que despiertan las letras —tan escasas— al juntarse y revelar en ellos el milagro de la lengua que se fija y escribe. Todos sostienen un libro, todas están leyendo.

Quizás también esta misma mañana alguna muchacha que termina el Bachillerato, acuciada por la inminencia de un examen, haya huido del rigor de la Biblioteca y escapado a refugiarse bajo las sombras de los árboles en un parque cualquiera. Pudiera ser el de María Luisa, en Sevilla. En la Glorieta dedicada a Bécquer, con su hermoso ángel caído, recuerda un pasaje de Ocnos, del también sevillano Luis Cernuda, que recupera en la pantalla de su teléfono móvil: mas un libro debe ser cosa viva, y su lectura revelación maravillada tras la cual quien leyó ya no es el mismo, o lo es más como lo era antes.

Se reconoce nuestra joven en las palabras del autor y piensa que sólo le habla a ella, y de algún modo repara la obcecación de las horas de estudio, del empeño excesivo por aprender una materia, o repasar unas ideas que le disgustan y enfurecen. No sabe, pero siente, que como a Kafka un libro tiene que mordernos y arañarnos, golpearnos el cráneo y excitarnos el corazón. Un libro debe ser —escribió el escritor checo que deseó quemar todos sus libros— el hacha que quiebre el mar helado dentro de nosotros.

Avanzada la mañana y la lectura del libro que tan certeramente nos transporta a la infancia, nuestra lectora sigue recorriendo en el cristal luciente las palabras que la convencen de que leer es para vivir, y revivir los sentimientos de otros que con las mismas pocas letras del alfabeto pueden reconfortarnos, conmovernos, y hasta reconocernos mejores en las voces que al sueño de la vida hablan despiertas.

Para vivir mejor se inventaron los libros

Así las tablillas de barro encontradas en Tell Brak (Siria), y que remontan los orígenes de la escritura a 6.000 años —apenas nada frente a los casi cuatro mil millones que tiene nuestro frágil planeta—, nos informan del afán de permanencia y recuento que se concreta en el número de cabezas de ganado o de una humilde cosecha. Desde entonces y hasta la pantalla del móvil donde la muchacha disfruta con la lectura de Cernuda, el libro ha recorrido múltiples formas y numerosos hábitos. Pero ha necesitado siempre la atención —su curiosidad y deseo de saber— de un lector interesado y la voluntad creadora —o recopiladora simplemente— de un autor que desvela conocimientos o despierta sentimientos.

Si en lectura coral, como fue durante milenios, o en la silenciosa y privada en la que San Agustín descubre en el año 383 al joven Ambrosio, el lector es siempre quien aparece sosteniendo un libro, ese objeto que hasta hoy se nos sigue mostrando tan útil, bello e imbatible. Lo podemos imaginar en un rollo sobre las rodillas de Aristóteles; frente a un monje atento cuya página pasa mientras sostiene con la otra mano su barbilla, tal como pintó Fra Angelico a Santo Domingo; o reposando, ya para siempre en mármol, sobre las tumbas de Valentina Balbiani o Leonor de Aquitania. Pensaremos asimismo en los escribas de Egipto decorando el interior de las pirámides con un delicioso laberinto de figuras y colores todavía resplandecientes; o en aquellos ilustradores medievales que dibujaban la Biblia para los pobres que no sabían leer, como en esas viñetas en las que tantos aprendimos a leer las aventuras del Corsario Negro o de Ivanhoe.

Así observamos ahora a nuestra lectora del parque haciendo rodar, como en los antiguos papiros, su páginas continuas… Siempre exigirá el libro que alguien lo sostenga y lo lea. Lo interprete y renueve su capacidad de enseñar y emocionar, que es lo que ella finalmente ha decidido encontrar, por azar o por necesidad, esta mañana de un abril ya caluroso al Sur: no tanto la pedagogía, de la que se siente empachada, sino el aliento estimulante de la verdadera poesía.

En todos los casos, como en todos los tiempos, el lector parece atrapado por el autor en su sabiduría o por la calidad de una belleza que sólo despiertan las palabras. Seguramente ninguno habrá reparado en lo que tocan: si es arcilla, cera, fibra vegetal, madera, vitela, papel o plasma. De pie, sentados o reclinados sobre el lecho (de lectus precisamente viene lectura) todos sostienen la mirada sobre un libro. Mantienen una conversación con la eternidad.

Gutenberg versus Gates

Cuando Gutenberg, hace tan solo cinco siglos, imprimió una Biblia, inaugurando la reproducción mecánica de libros, algunos —como nos cuenta Alberto Manguel de un personaje de Víctor Hugo en su Historia Universal de la Lectura— creyeron que aquel invento prodigioso, que cambiaría hábitos y popularizaría el libro tal como lo conocemos hoy, “mataría” nuestras catedrales, devaluando cualquier obra humana animada por la ciencia o inspirada por el arte. Recuerda este pronóstico tan errado, como se han encargado de demostrar los siglos y el florecimiento paralelo de todas las artes, a otro más reciente del audaz Bill Gates y que se titula La sociedad sin papel. Paradójicamente se editó en papel, y en tamaño cuarto, como había decretado el rey Francisco I de Francia en 1527.

Muchísima tinta y demasiada pasta celulosa se viene empleando en enterrar el libro de papel, encuadernado y organizado en capítulos y volúmenes, que se abre por donde queremos y que, además de tocarse, verse, también se huele. Despertando el olfato en la memoria sensaciones de lo más vivo por sentido, apreciado y recogido en nuestras bibliotecas y librerías como un arsenal de cosas bellas e instructivas, tan presentes como dispuestas a ser si no siempre entendidos, siempre abiertos.

La dichosa discusión se prolonga desde hace más de treinta años. Desde la aparición, primero, del vídeo y los ordenadores personales y, después, de los incesantes aparatos que se anuncian cada temporada para que leamos en la pantalla, persiguiendo incluso los últimos modelos colores y hasta olores, de las tintas, señaladores que doblan la esquina de una página como si advirtiéramos el gramaje y textura del papel con el que seguimos deseando que estuvieran hechos.

Según los últimos datos de la Federación de Gremios de Editores de España se lee más que hace diez años, pasando del 54,3% al 68,5%, muy cerca ya del 70% europeo. Y sospecho que en estos meses de confinamiento los índices habrán crecido aún más. Siguen siendo las mujeres (68,3%) más lectoras que los hombres (56%). Muchos de esos lectores y lectoras alternan sin ningún trauma el papel y el formato digital, de tal modo que la edición de libros electrónicos supone ya casi un 25% para una industria que se desangra, como ocurre con la música, por la piratería, pues sólo el 32% reconoce pagar los derechos de autor por esas obras. Conviene que tomemos conciencia de la importancia del valor económico de nuestros libros; y de que la lengua, hablada en el mundo por casi 600 millones de personas, es nuestro mayor tesoro productivo.

El apocalipsis anunciado por Bill Gates no parece que haya llegado. La tendencia de los últimos años apunta a la combinación, a capricho o por necesidad, de ambos soportes. Y del mismo modo que el 40% de los usuarios de estas tecnologías alternan móviles, tabletas o portátiles, así el libro se entiende bien con ellos. Como si el lector de ahora eligiera a su antojo o conveniencia la forma, o el soporte, de la lectura que necesita o desea. Igual que hace siglos se estudiaban en folio las grandes obras del conocimiento pero se leían en octavo las comedias más ligeras de Lope de Vega o los versos más difíciles de Luis de Góngora.

Sostenibilidad del libro

También desde el punto de vista medioambiental podremos sostener los libros de un modo más adecuado para la salud de un planeta amenazado gravemente. Pensar que la tirada media de un libro en España puede significar la tala de 600 árboles y que cada página requiere de 10 litros de agua, podría darnos ganas —como a la fatigada lectora de nuestro Parque en esta mañana de abril— de salir corriendo de cualquier biblioteca a buscar el aire limpio que respeta ese dispositivo electrónico alimentado por una energía que puede ser suministrada por el viento o el sol. Quienes somos capaces de tamaña deforestación somos igualmente inteligentes para idear formas sostenibles de fabricar los mismos libros.

No se trata de cambiar hábitos de lectura, sino de consumo. Tal como los lectores medievales fueron pasando de la vitela al pergamino o los romanos cambiaron el rollo por el códice, con sus páginas, capítulos y volúmenes, la transformación es del objeto, no del sujeto. Que mañana, ojalá, leerá siendo cómplice de un papel y tintas reciclados y que utilizará precisamente las nuevas tecnologías para obtener el libro a demanda y ahorrar cantidades pesadísimas de transportar. Toneladas de contaminación pueden ahorrarse en el sencillo acto del consumo responsable. Y que debiera ser la exigencia de un lector que ama las letras en papel pero también los árboles en su sitio, haciendo virtuoso el círculo de lo que nos presta la Naturaleza y que, gracias a la ciencia —pero sobre todo a la conciencia—, devolvemos a ella en las mejores condiciones.

Estoy convencido de que seguirán surgiendo proyectos que, como el de la “ecoedición”, estarán acunados por las viejas ideas del respeto y la solidaridad. Con lo demás y con los demás que han de llegar y poder disfrutar de un entorno saludable, a ser posible mejor incluso que el nuestro. Y para ello lo decisivo será que los jóvenes que ahora teclean en las aulas se vuelvan exigentes a la hora de ver, de oler y leer un libro que, no tengo la menor duda, seguirá existiendo.

Cuando esta noche, acabada la jornada escolar, ya en el silencio de sus cuartos, sostengan en sus manos un libro, volverán a lo que sintió San Ambrosio cuando empezó a deletrear para sí mismo. Lo mismo tal vez que sentirá la chica que había salido a despejarse del estudio en el Parque y que repasa ahora la edición escolar de Ocnos, donde en sus márgenes fue apuntando tantas cosas y donde Cernuda se refiere a la Naturaleza: Tomar un renuevo tierno de planta adulta y sembrarlo aparte, con mano que él deseaba de aire blando, suave, los cuidados que entonces requería, mantenerlo a la sombra los primeros días, regar su sed inexperta a la mañana y al atardecer en tiempo caluroso, le embebían de esperanza desinteresada.

De la misma manera sentirá nuestra joven, como nosotros al releerlo, la delicadeza con la que crece una planta o el entusiasmo con el que saludamos los primeros brotes de la flor. Hasta sentir con el personaje como si él mismo hubiese obrado el milagro de dar vida, de despertar sobre la tierra fundamental, tal un dios, la forma antes dormida en el sueño de lo inexistente. Como lectores, acabamos de plantar una rosa. Como personas, hemos crecido en la belleza que sólo pueden darnos las palabras. Leer para vivir.